Cambio de Religión

EL ATEISMO DE LETIZIA Y OTRAS ROYALS CREYENTES
Princesas que abandonaron sus creencias religiosas por amor y un trono

Letizia se declaró atea y ahora es practicante del catolicismo, pero no es la única heredera que ha abrazado una nueva Iglesia al colocarse la corona
Foto: Los príncipes de Asturias y los Reyes de Holanda en la misa inaugural del Papa Francisco I (I.C.)
Los príncipes de Asturias y los Reyes de Holanda en la misa inaugural del Papa Francisco I (I.C.)
RAOUL HIGUERA

15.03.2014 – 06:00 H. - ACTUALIZADO: 16.03.2014 - 17:00H.
La fe mueve montañas. El amor es capaz de eso e incluso de más. De hecho, por amor han sido muchos los que han decidido dejar a un lado las creencias religiosas y entregarse de lleno a los caprichos de Cupido. Este es el caso de la princesa Letizia, que pasó de proclamar a los cuatro vientos su ateísmo en sus años de juventud a ser una “católica de eventos”, como así la definió su propia tía Henar en la revista Vanity Fair, tras coronarse como Princesa. Pero esta semana ha dado un paso más en su compromiso con la Iglesia y ha aceptado la propuesta de ser la Camarera de Honor de la imagen de Nuestra Señora de la Amargura de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Barbastro (Huesca), como ha informado esta semana Vanitatis.

Pero la nuera del Rey don Juan Carlos no es la única que no ha puesto impedimentos a las cuestiones religiosas. Letizia ha encontrado en la Reina un ejemplo a seguir. Doña Sofía se educó desde pequeña bajo los preceptos ortodoxos, pero tuvo que renunciar a su religión de cuna para alzarse como reina de los españoles y convencer al General Franco de que era digna para ello. El dictador detestaba a la consorte real por ser ortodoxa y porque su padre era masón. Pero ganó méritos y aceptó su boda con Juan Carlos I, en mayo de 1962 en Atenas mediante tres ceremonias: una católica en la Catedral de San Dionisio Areopagita, la segunda por lo civil en el Palacio Real de Tatoi y la última por el rito ortodoxo en la Catedral Metropolitana de Atenas.
Más cercano en el tiempo, el pasado mes de septiembre, la modelo Kendra Spears pasó a ser la princesa Salwa Aga Khan, tras intercambiar alianzas con el príncipe Rahim, segundo hijo del líder espiritual de los musulmanes ismaelitas nazaríes. Su nueva condición real no sólo le obligaba a abandonar su profesión como maniquí de renombre internacional –lo cual no ha cumplido– sino que también debía abrazar la religión de los Aga Khan si quería formar parte de la familia. Lo hizo sin miramientos, como sus predecesoras. La familia está plagada de modelos conversas al Islam, dada la predilección de los varones del clan por las reinas de la belleza.
Los príncipes Salwa y Rahim Aga Khan el día de su boda
Australiana de nacimiento, la princesa Mary de Dinamarca, no sólo tuvo que cambiar de nacionalidad para casarse con el príncipe heredero danés, sino que además tuvo que abrazar la religión oficial del estado. Se crió bajo los valores presbiterianos, pero por amor no dudó en dejarse aconsejar por la Iglesia Luterana Evangélica, de la cual ahora es una fiel más. Unas circunstancias similares a las protagonizadas por la princesa Charlene de Mónaco, que vive bajo los preceptos católicos desde su matrimonio con el príncipe Alberto, dejando a un lado la creencia protestante bajo la que se crió.
Católicas le pese a quien le pese
Los duques de Cambridge tras convertirse en marido y mujer (I.C.)
El abanico de casos es amplio dentro de las casas reales europeas, pero hay dos princesas que se negaron a renunciar a sus creencias religiosas. Este es el caso de la duquesa de Cambridge, Kate Middleton, que no pasó por el aro cuando las autoridades anglicanas pusieron la voz en grito al conocer que el príncipe Guillermo tenía intención de contraer matrimonio con una católica. Una ley de 1701 prohibe en Reino Unido que los miembros de la casa real se desposen con católicos. Una cuestión que se llevó en numerosas ocasiones a las cámaras legislativas para su modificación, ya que es discriminatoria al no hacerse mención en ella a otras religiones como el islamismo o el judaísmo. Finalmente, el nieto de Isabel II llevó al altar a Kate, sin importarle si él es anglicano y ella católica.
También se ha mantenido firme en sus convicciones religiosas Máxima de Holanda. Tuvo que cambiar de nacionalidad al desposarse con el príncipe heredero Guillermo Alejandro, pero mostró su reticencia a renunciar al catolicismo. No obstante, tras ofrecer el primer ‘sí, quiero’ en febrero de 2002 mediante una ceremonia civil oficiada por el alcalde de Ámsterdam, Job Cohen, hizo lo propio de forma religiosa más tarde bajo el protestantismo. La cuestión religiosa en este caso no tuvo mayor repercusión y, a excepción de las críticas de los sectores protestantes más radicales, no hubo demasiado revuelo al no ser la primera royal católica de los Países Bajos. La princesa Irene, tía del ahora rey Guillermo de Holanda, se casó con el príncipe Carlos Hugo de Borbón Parma que también era católico.
Mette-Marit en el 900 aniversario de la Iglesia de Noruega
Luego está el caso de Matilde de Bélgica y Estefanía de Luxemburgo, que no ha tenido que cambiar la dirección ni forma de sus rezos por la corona ni por amor. Son católicas, al igual que sus marido, el príncipe Felipe y el príncipe Guillermo respectivamente, y han tenido la ‘suerte’ de haber nacido en el seno de familias afines a las de sus esposos. Además, son las únicas princesas europeas que no son de procedencia plebeya, ya que sus nombres tienen un profundo arraigo nobiliario.
Por su parte, la princesa Mettet-Martit tampoco tuvo que cambiar de religión por casarse con el príncipe heredero Hakkon de Noruega, ya que ambos pertenecen a la Iglesia de Noruega evangélica luterana. Para ella, la polémica no le vino por la cuestión religiosa, sino por la desinhibida adolescencia de la que disfrutó en sus años de soltera.

28/04/2013 - 09:02Clarin.com Entremujeres
Nueva vida
Los costos de la corona: las renuncias de Máxima
Para ocupar su nuevo rol, la argentina tuvo que ceder a su nacionalidad. Pero pudo mantener su religión católica, a través de un permiso especial del Parlamento. Aún conserva algunos de sus amores, tiene niñeras importadas desde nuestros pagos y amplía sus negocios en el país.

Los costos de la corona: las renuncias de Máxima
Foto: AFP Máxima Zorreguieta / Foto: AFP

Para llegar adonde llegó, Máxima Zorreguieta tuvo que abandonar muchas cosas que disfrutaba, como su estrecha relación con su familia y a amigas de la infancia. Para convertirse en Su Majestad Reina Máxima, Princesa de los Países Bajos y Princesa de Orange-Nassau, meses antes de casarse con el Príncipe Guillermo Alejandro renunció a su trabajo, a su nacionalidad, a su lengua e incluso a su padre, quien no puede participar en los actos oficiales de la Familia Real holandesa por su conexión con la dictadura militar.

"Ahora Máxima es holandesa. Pero en la intimidad sigue siendo argentina. Tiene negocios en Argentina, las niñeras de sus hijas y amigas son de allí, y hasta algunos de sus diseñadores fetiche son compatriotas", cuenta la escritora Soledad Ferrari, co-autora del libro "Máxima. Una historia real", recientamente reeditado por Sudamericana.

En relación a la religión de Máxima obtuvo un permiso especial y no renuncióa al catolicismo, pese a haberse unido en matrimonio con el príncipe Guillermo Alejandro, que es miembro nominal de la Iglesia Reformada Holandesa. La Iglesia Católica le concedió en aquella oportunidad una "dispensa" (eximición del ritual propio para que el casamiento tenga valor para el catolicismo) para que sea reconocido como válido. Una de las condiciones que puso la Iglesia holandesa fue la palabra de la argentina de permitir que sus hijas sean formadas según las enseñanzas del protestantismo, religión oficial del país.

A lo que no renuncia Máxima es a su idioma y a contagiar a sus hijas el amor a su país de origen. "Máxima también habla en español con sus tres hijas, las Princesas Catalina Amalia, Alejandra y Ariadna. Cuando la prensa holandesa se enteró de que su futura Reina hablaba en español a sus hijas, incluso en la intimidad del hogar, se desató una pequeña tormenta mediática. En Holanda cae mal que ella mantenga sus costumbres argentinas, pero las mantiene", dice Ferrari.

Niñeras criollas

En el reino de Máxima, hasta las niñeras son importadas del Río de la Plata. En 2007, cuando Hansje Görtz, la babysitter de Amalia y Alejandra, les avisó a los Príncipes de Orange que dejaba el puesto para abrir su propia agencia, Máxima decidió que había llegado la hora de fichar a una niñera latina.

Según la prensa de Holanda, la joven elegida era de Santiago del Estero. La elegida era hija de una familia de clase media, licenciada en Letras y políglota. Fue seleccionada entre una decena de candidatas tras ser investigada por el servicio secreto y los asesores de la Casa Real. "Cultísima chica", subraya Ferrari. Otras versiones sostienen que la niñera de las princesitas es bonaerense.

Negocios y propiedades

Los lazos entre la futura Reina y su país no son solo de carácter afectivo. Máxima tiene casas, fincas y negocios en Argentina. Es dueña del Hotel Pipilcurá, en Bariloche, aunque es gestionado por su tía y madrina, Marcela Cerruti, y se está construyendo una casa en Villa La Angostura. También tiene una mansión en Los Pingüinos Country Club, un country en las afueras de Buenos Aires, un regalo que le hizo su padre, Jorge Zorreguieta, quien viaja de incógnito a Holanda para evitar los escraches por su pasado político.
Cambiar de religión por amor
Marisa Cascallar encontró al amor de su vida, pero sin imaginar que la religión le impondría una prueba. Ella la aceptó: se convirtió al judaísmo. Ahora, en hebreo, se llama Malka.
Foto: Clarín Mujer Cambió de religión

El destino se esconde en lugares pequeños. Marisa Cascallar (42) encontró el suyo buscando un arito. Fue hace 23 años en un boliche de Mar del Plata. Caminó un par de cuadras con sus amigas y dudó si darlo por perdido o volver. Y volvió. Ese giro le cambió la vida.

“¿Si te los encuentro, me das tu teléfono?”, le dijo, entrador, un chico que salía de la disco. “Le dije que sí, total era una aguja en un pajar”, recuerda Marisa. El muchacho simpático revolvió el pajar y regresó triunfante con el aro en el puño. “Era otra época. Imaginate que yo le di mi teléfono de Buenos Aires. Primero, no existía el celular. Segundo, yo estaba muerta de miedo. Si ni lo conocía…”

Terminaron las vacaciones y Marisa volvió a su casa en Avellaneda. “Hola. Soy Claudio, el que te encontró los aritos”, del otro lado del teléfono sonó con la misma voz simpática del pescador de bijou de Mardel. “Ni pensé que me iba a llamar… Pero él lo que dice lo cumple. Organizamos una salida de a cuatro. Él con un primo y yo con Silvia, mi amiga de toda la vida”, cuenta.

Claudio y Marisa pertenecían a mundos distintos. Él vivía en Villa Crespo, era el hijo mayor de una familia judía conservadora sin un solo integrante que no fuera judío de madre y padre. Ella, de papá gallego y mamá hija de italianos, había hecho la primaria en una escuela de monjas. Él jugaba al fútbol en Macabi. Ella al vóley, en Independiente.

El choque de planetas fue a mitad de camino. “Nos encontramos en Callao y Santa Fe. Fuimos a tomar algo y él no paró de hablar durante toda la noche. Eso me flechó. En realidad creo que me enamoré esa madrugada que nos cruzamos en Mar del Plata. Es divertido, charlatán. Nunca, en los 20 años que hace que estamos juntos, me dejó de divertir”, asegura. Hasta ahí el comienzo de una historia de amor tan única o tan parecida a cualquier otra. Pero en la relación de Marisa y Claudio la parte amenazaba con ganarle al universo.

“Esa primera noche me di cuenta de que Claudio era de la cole (como se conoce coloquialmente a la colectividad judía)”. Marisa cree en la casualidad. “Mirá lo que es el destino. Yo que era de un mundo diferente, había tenido una mala experiencia con un chico judío que al tiempo de salir me dijo que no siguiéramos porque no íbamos a poder sobrellevarlo”.

En un juego de enredos, en las salidas que siguieron trató de sortear el tema de la religión. “Le seguía las conversaciones porque de esa relación anterior me había quedado mucha información sobre las costumbres judías”. El juego de no decir ni sí ni no ni blanco ni negro un día no se pudo sostener más y Marisa terminó diciéndolo a Claudio que su familia era católica. Él dijo: “No me importa. Estoy enamorado de vos”. Eso terminó de convencer a Marisa de que era el hombre de su vida.

“Por su cabeza no hubiera pasado nunca casarse con una chica que no fuera de la cole…”, dice. Pero el mismo destino que hizo que la única noche que Claudio, que veraneaba en Miramar, fuera a Mar del Plata y conociera a Marisa desencadenó una historia en la que nada fue fácil de entrada. “Yo no tengo dudas de cuánto me ama. Sostener nuestro amor fue mucho más difícil para él que para mí”. Muchos de sus amigos de toda la vida dejaron de hablarle y su familia no aprobó la relación. “Pensá que el mundo judío se construye en la comunidad y él de un día para el otro se quedó sin su mundo de pertenencia”.

Las cosas siguieron como en cualquier pareja que se lleva mal con una parte de la familia, pero el vínculo roto pesaba. “Nada es porque sí. Cada día me enamoraba más de Claudio y junto con él, de su historia, del mundo al que pertenecía. ¿Cómo explicarte? A pesar de que no tenía casi punto de contacto con la cole, siempre me interesaron las historias que me contaban en el colegio del Antiguo Testamento, las películas que veía sobre la historia judía, las tradiciones, la comida”.

“Me quiero convertir”. Cuando Marisa le planteó la decisión que había tomado, él se asustó. “Se quedó mudo. Me preguntó si estaba segura, si lo hacía sólo para que nos aceptaran, si estaba convencida”. El corazón de Marisa estallaba, pero nunca había tenido la cabeza tan fría. “No tenía dudas. Yo siempre digo que mi amor por Claudio fue el pasaporte para lo que yo estaba destinada a ser”.

Con las dudas de Claudio encima (“él siempre me dijo que me quería como era: mitad tana, mitad gallega y que no hacía falta que fuese judía”) y todas sus certezas, Marisa llamó al Seminario Rabínico Latinoamericano. Las piernas le temblaban cuando entró al templo de Belgrano. ¿Qué pensás de Dios?, le preguntaron “Siempre dije lo mismo: creo que hay un solo Dios que nos contempla y nos cuida a todos. Sólo tiene diferentes historias”. La aceptaron. Y empezó a aprender la historia del Dios de Israel.

“Papá, tengo que contarte algo”. En el living de la casa de Avellaneda, la cara de Manolo era un papel. “Pobre… Se asustó porque pensó que le iba a decir que me pasaba algo grave. Cuando le expliqué lo que quería hacer, me dijo lo más lindo que escuché en mi vida: ‘sólo quiero que seas feliz’”. La familia Cascallar no tuvo inconvenientes en aceptar la decisión de Marisa y de defenderla frente a las críticas de vecinos y amigos. “Para ellos Claudio es un hijo más y saben cuánto lo amo. Así que no hubo problema”, cuenta.

El camino de la conversión duró un año y medio y fue duro. “Empezamos 20 personas y terminamos tres. El curso era mixto, pero las que llegamos hasta el final éramos mujeres”. El camino de la guiur (conversión, en hebreo) trata de encontrar, pero también de abandonar. “No se puede festejar Rosh Hashaná (Año Nuevo Judío) y rezarle a San Expedito. Uno tiene que saber lo que deja atrás”. En una religión en la que todo tiene un significado, Marisa aprendió qué encierra hasta el gesto más pequeño del mundo judío. Y se abrazó con la fe de los conversos. “Elegí ser judía y vuelvo a hacerlo cada mañana cuando me levanto y cada noche cuando me acuesto”, asegura.

Marisa se transformó en Malka, que en hebreo significa reina. El baño ritual es el último paso. Ese renacer implica un nuevo nombre. A los 22 años volvió a nacer. La conversión no fue la llave inmediata para abrir todas las puertas que se habían cerrado cuando se puso de novia. Marisa pudo participar de todas las ceremonias junto a la familia de Claudio, pero algo faltaba. “Siempre daba vueltas el hecho de que veníamos de mundos distintos”.

El amor seguía igual. “Ya vivíamos juntos y contrariamente a lo que todos pensaban no nos casamos cuando terminé la conversión. Pasaron cinco años y un día le dije a Claudio que quería ser mamá”. La respuesta fue: “Nos tenemos que casar”. “Tres días antes de la boda mi suegro me citó en un café y me dijo: ‘Estás a tiempo de arrepentirte’. Hoy que soy mamá, lo entiendo. Uno quiere ahorrarle sufrimiento a sus hijos y él tenía miedo de que en algún momento nos peleáramos por la religión. Pero en estos 22 años peleamos por todo menos por la religión”.

El 25 de octubre de 1997 Claudio y Marisa se casaron en el templo Benei Tikva, en Belgrano. “El rabino me dijo: ‘Voy a hacer un casamiento donde todos los que sean judíos se emocionen y quien no lo sea, entienda’”. Marisa entró a la sinagoga del brazo de su padre. “Todo el mundo lloró”, recuerda.

A los tres meses de casarse, su suegro la volvió a citar en el mismo café. “Me equivoqué. Vos hacés feliz a mi hijo”, le dijo. Catorce años después, a Marisa se le siguen llenando los ojos de lágrimas cuando recuerda ese encuentro.

Después nació Camila Shirly (melodía, en hebreo) y luego vino Catherina Galit (ola de mar), hoy de 13 y 6 años. Viven en La Paternal, las chicas van al shule Tel Aviv, “donde encontramos una comunidad maravillosa que nunca dudó en aceptarnos”, dice Marisa.

No comen kosher, pero respetan todas las fiestas. A Malka le siguen diciendo Marisa y cocina la misma cantidad de veces al año paella que guefilte fish. Los viernes recibe la primera estrella con sus hijas, pero todas las navidades va con Claudio y las nenas a la casa de su mamá, en Avellaneda. “Si convertirme hubiera significado alejarme de ellos, jamás lo hubiera hecho. Cuando las religiones separan a la gente, se separan de Dios”. Manolo y su suegro no están más. Desde donde los miran, deben estar felices.

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