Felipe VI, rey de España
19.06.2014
RELEVO EN EL TRONO
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Felipe VI promete modernidad y unidad
La oportunidad histórica de Felipe VI
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Felipe VI fue proclamado hoy rey de España en el Congreso de los Diputados, en Madrid, tras jurar el cargo ante la Constitución española.
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"Juro desempeñar fielmente mis funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas", dijo con solemnidad el nuevo monarca.
"En cumplimiento de la Constitución, queda proclamado rey de España don Felipe de Borbón y Grecia, que reinará con el nombre de Felipe VI", proclamó a continuación el presidente del Congreso de los Diputados, Jesús Posada, quién exclamó "¡Viva España, viva el rey!".
Felipe de Borbón, de 46 años, tomó así el testigo de su padre, el rey Juan Carlos, en una ceremonia sobria y austera en la que el monarca saliente no estuvo presente.
El nuevo rey sí estuvo acompañado por su esposa, la ya reina Letizia; su madre, la reina Sofía, y sus dos hijas, Leonor y Sofía. La primogénita, con ocho años, se estrenó hoy como princesa de Asturias, el título de heredera que hasta ahora ostentaba Felipe.
Felipe es rey de España desde las 0:00 horas de hoy (local, 22:00 GMT del miércoles), cuando entró en vigor en el país la ley de abdicación que horas antes sancionó con su firma su padre, Juan Carlos I.
El hombre que reinó durante los últimos 39 años en España, desde la muerte del dictador Francisco Franco en 1975, dejó oficialmente el trono en manos de su hijo en la medianoche.
Más de mil periodistas procedentes de 24 países y en representación de 140 medios de comunicación están acreditados para cubrir unos eventos organizados con espíritu de austeridad y apremiados por la falta de tiempo.
"Queríamos que los actos de coronación tengan la solemnidad que requieren estos acontecimientos históricos con los criterios de austeridad que requieren estos tiempos", dijeron fuentes de la Casa Real.
Ningún dignatario extranjero acudió a los actos de entronización de Felipe VI, ya que la Casa Real ha optado por seguir el modelo de Bélgica en el 2013, cuando Alberto fue coronado rey tras la abdicación de su padre Alberto.
El rey Juan Carlos I abdica La Corona tras la abdicación, ¿y ahora qué?
Las Cortes tienen que aprobar una ley orgánica para la abdicación
El príncipe Felipe será proclamado rey Felipe VI ante las Cortes
En el momento que Felipe se convierta en rey, Leonor será princesa
¿Qué papel tendrá entonces don Juan Carlos? ¿Qué pasa si nace un varón?
Noticia Abdicación Reacciones Rey Príncipe Europa
02.06.2014 | actualización 18h52
ANA MARTÍN PLAZA
El rey Juan Carlos I ha anunciado su decisión de abdicar en su hijo, el príncipe de Asturias, don Felipe de Borbón, que se convertirá en Felipe VI cuando sea proclamado rey. Para que la abdicación sea efectiva las Cortes deberán aprobar en los próximos días una ley orgánica que regule la sucesión de la Corona por mayoría absoluta.
El Consejo de Ministros se reunirá este martes por la mañana de forma extraordinaria para aprobar el texto para su remisión al Congreso de los Diputados.
Tras su aprobación en el Congreso será remitida al Senado para su aprobación definitiva y su publicación en el Boletín Oficial del Estado (BOE) para su entrada en vigor.
Las fuentes consultadas por Efe han indicado que los plazos puede ser muy breves y, en poco más de una semana, la ley podría estar definitivamente aprobada, con lo que la abdicación del rey sería efectiva.
La ley podría ser aprobada en lectura única -en una sesión plenaria sin pasar por comisión-. Esta fue el procedimiento por el que el PSOE y el PP reformaron la Constitución en apenas dos semanas entre agosto y septiembre de 2011, recuerda Europa Press.
Los servicios jurídicos y de protocolo del Congreso de los Diputados han iniciado ya los preparativos para la tramitación parlamentaria así como del acto de coronación ante las Cortes de Felipe VI.
Según informa Efe, cálculos de la Casa del Rey apuntan a que el trámite institucional hasta la proclamación del nuevo monarca se demorará entre tres y seis semanas.
La abdicación, una opción recogida en la Constitución
La abdicación del rey está contemplada en la Constitución española de 1978. El príncipe heredero se convierte automáticamente en el nuevo monarca una vez que se hace efectiva aunque luego tenga que ser "proclamado ante las Cortes" y prestar juramento ante el Parlamento.
El artículo 57.5 de la Constitución establece que "las abdicaciones y renuncias y cualquier otra duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión de la Corona se resolverán por una ley orgánica", por lo que, según Yolanda Gómez, catedrática de Derecho Constitucional de la UNED, "es obligado" que se elabore y se apruebe esta ley.
Aunque la abdicación sea una decisión personal, eso "no impide", señala esta experta, que el Parlamento "no pueda y deba participar" en la tramitación de esta norma que podría aprobarse "en muy poco tiempo" mediante un procedimiento de urgencia "ya que se trata de una ley que consistiría en un texto muy breve".
¿Cuándo se convierte el príncipe Felipe en rey?
El príncipe Felipe se convertirá en el nuevo rey de España una vez que se haga efectiva la abdicación. "La sucesión al trono y, por tanto, a la Jefatura del Estado, se produce en el mismo momento que acontece la causa que lo provoca, el fallecimiento o la abdicación (no por el simple anuncio, sino una vez es efectiva). No hay vacío de poder", según explica la profesora titular de Derechos Constitucional de la Universidad de Barcelona Enriqueta Expósito.
El príncipe Felipe será proclamado rey ante las Cortes Generales reunidas en el Congreso, pero aún no hay fecha para ello. Lo previsible, según las fuentes consultadas por Efe, es que coincida con la publicación en el BOE de la abdicación del rey, o como mucho se produzca en los días posteriores, ya que de lo contrario habría que nombrar una regencia que recaería también en el príncipe de Asturias.
¿Cómo es la proclamación ante las Cortes y el juramento?
El artículo 61.1 de la Constitución establece que "el rey al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y hacer respetar los derechos de los ciudadanos y las Comunidades Autónomas".
La proclamación del nuevo rey "ante" las Cortes, que no "por" las Cortes ya que la sucesión es automática, se produciría en una sesión conjunta de diputados y senadores en el Congreso en los días siguientes a la sucesión.
Lo que se hace en este acto es "proclamar al que ya venía siendo rey desde horas o días antes y "tomarle juramento", explica Yolanda Gómez. Don Felipe ya juró la Constitución como heredero cuando cumplió la mayoría de edad, pero ahora tendrá que hacerlo de nuevo "porque la fórmula de juramento es diferente para el príncipe heredero que para el rey", añade esta experta.
"Las consecuencias que tiene es proclamarlo a todos los efectos como sucesor ya que hasta ese momento solo tenía una expectativa de serlo", aunque el contenido es idéntico salvo por un "importante matiz: el heredero jura también fidelidad al rey", explica la profesora de la Universidad de Barcelona Enriqueta Expósito.
¿Debe haber un acto de coronación al margen de la proclamación?
No es necesario, aunque "podría hacer una recepción oficial para las altas autoridades del Estado y para el cuerpo diplomático acreditado en España", según apunta Yolanda Gómez, catedrática de Derecho Constitucional de la UNED.
"Esto sería muy normal y sería el mismo día de la proclamación y juramento o el día siguiente, pero en todo caso, en fecha cercana", añade.
La profesora Enriqueta Expósito, sin embargo, apunta que podría haber una "ceremonia oficial de coronación" que podría posponerse meses y a la que "suelen acudir también jefes de Estado de otros países y representantes de otras Casas Reales", como pasó en Mónaco en 2005.
¿Qué papel tendrá don Juan Carlos tras la abdicación?
La Constitución no establece ninguna función para el rey que abdica, aunque seguirá "siendo parte de la familia real pero sin funciones constitucionales", señala Gómez. El Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, que regula el Registro Civil de la Casa Real, establece en su artículo 1 que en él se inscribirán "los nacimientos, matrimonios y defunciones, así como cualquier otro hecho o acto inscribible con arreglo a la legislación sobre Registro Civil, que afecten al Rey de España, su augusta consorte, sus ascendentes de primer grado, sus descendientes y al Príncipe heredero de la Corona".
Enriqueta Expósito apunta a que el rey don Juan Carlos, cuando se haga efectiva la abdicación, podría ostentar el título de Conde de Barcelona como hizo su padre, don Juan, después de que renunciara a sus derechos a favor de su hijo en mayor de 1977. "Título que solo está referido a los reyes", señala.
El Real Decreto 1386/1987, de 6 de noviembre, sobre el Régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes establecía que el padre del rey "continuará vitaliciamente en el uso del título de conde de Barcelona, con tratamiento de Alteza Real y honores análogos a los que corresponden al Príncipe de Asturias".
Expósito señala que "en ausencia de una regulación expresa en sentido contrario, le resultaría de aplicación dicha previsión".
¿Cuándo se convierte la infanta Leonor en heredera?
En el momento en el que Felipe se convierta en rey, es decir, cuando la abdicación se haga efectiva, la infanta Leonor pasa automáticamente a ser princesa de Asturias.
El artículo 57.2 de la Constitución establece que "el Príncipe heredero, desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento, tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España.
¿Qué ocurre si Leonor tiene un hermano varón?
La Constitución española establece en su artículo 57.1 que "la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica. La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos".
¿Qué pasaría entonces si Leonor tuviera un hermano varón siendo ya princesa de Asturias si no se ha reformado antes la Constitución? Aquí hay divergencia de opiniones.
Yolanda Gómez, catedrática de Derecho Constitucional de la UNED, asegura que "si se produjera el nacimiento de un tercer hijo" de los actuales príncipes de Asturias, "y fuera varón por aplicación del artículo 57.1. de la Constitución el recién nacido pasaría ("desde su nacimiento") a ser príncipe de Asturias, desposeyendo de tal título a la infanta Leonor".
Sin embargo, Enriqueta Expósito, profesora titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona, asegura que una vez que el príncipe Felipe sea rey y la infanta Leonor se convierta en heredera esta circunstancia no cambiará aunque tuviera posteriormente un hermano varón.
Según esta experta, "la heredera seguiría siendo su primogénita. La Constitución refiere la condición de heredero/a al momento en el que se produce la sucesión", en este caso en cuanto la abdicación del rey sea efectiva.
FUENTE
110 MOTIVOS PARA ADMIRAR A ESPAÑA
La española es la Familia Real más antigua de Europa
25/02/2013 02:08h
Según Edmund Burke o Antonio Canovas del Castillo, el origen de las naciones se encuentra en la delimitación que la Corona hace de un territorio a lo largo de la Historia. Eso da un protagonismo relevante a varias dinastías europeas en la conformación de sus países. Cuando la República Francesa celebró en 1987 -bajo la Presidencia de François Mitterrand- el milenario capeto, el lema que llenaba las calles del país era «Les Rois on fait la France»-los Reyes hicieron Francia.
En el caso de España durante más de doce siglos se ha configurado una nación partiendo de reinos dispersos, se ha construido un imperio, y hoy, como hecho de notable trascendencia histórica, marchamos unidos a nuestros hermanos europeos, bastantes de los cuales, en algún momento, estuvieron bajo la misma soberanía que nosotros. Pero a lo largo de estos siglos se ha consolidado una institución que ha estado permanentemente presente en nuestra vida política: la Institución Monárquica.
Una misma familia ha encarnado la Institución a lo largo de este tiempo. El Soberano más antiguo, remontando las ramas de la Familia Real, fue Vermudo I, hijo de Fruela y nieto de Pedro, duque (gobernador) de Cantabria. Ninguno de estos dos reinó, pero sí Vermudo, que fue hecho Rey de Asturias en 788. Le habían precedido en el trono su hermano Aurelio en 768, muerto sin hijos, y su tío Alfonso I, yerno de don Pelayo, Rey en 739. Vermudo ciñó la Corona con más de 40 años, después de que le sacaran de un monasterio en el que era clérigo de menores -de ahí su apodo de «El Diácono»-. Tuvo que casarse y hubo descendencia, pero en el tercer año de su reinado fue derrotado en Villafranca del Bierzo por las tropas infieles de Hisham I y optó por ceder la Corona a su sobrino Alfonso II «El Casto» y volver a la vida pía en el mismo monasterio del que nunca quiso salir.
Desde este nieto del duque de Cantabria hasta nuestros días se han sucedido los Reyes que han ido configurando esta realidad que es España.
A lo largo de las siguientes cuarenta generaciones que componen esta rama de la Familia Real, ha cambiado el nombre de las diversas dinastías que se han sucedido dentro de una misma familia. Esto se debe a que en los reinos españoles -a diferencia de otros países europeos- podían heredar el trono las mujeres. Cuando así ocurría, se tomaba el apelativo de su marido.
Don Juan Carlos, a quien la Constitución Española declara «legítimo heredero de la dinastía histórica» (artículo 57.1), ha definido la herencia de sus mayores así: «Por un dichoso azar de la Historia, la dinastía española, de la que soy actualmente cabeza y representante supremo, es la misma desde hace trece siglos y cuarenta generaciones. Asturias, Aragón y Cataluña, la noble tierra vasca, la de León, la de Castilla, de Valencia y de toda la España peninsular, las islas mediterráneas y atlánticas, y las entrañables ciudades del continente vecino, han sido solar de mis mayores, la patria de mis antepasados, la razón de ser y el destino de la Monarquía española. El destino (para los creyentes la providencia de Dios) nos situó a mi padre y a mí, en los sucesivos eslabones de una cadena dinástica que no tenía otra razón de ser que el servicio a España».
La Monarquía española es el fruto de la unión en una dinastía de las coronas de León y Castilla, de Aragón y Navarra que ya en tiempos de la Casa de Austria llegó a ser un Imperio en los cinco continentes, en el que, con razón, decía Felipe II que no se ponía el sol. Él fue Rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Inglaterra e Irlanda, Duque de Milán, Soberano de los Países Bajos y Duque de Borgoña. Bajo esas coronas europeas el Imperio se extendía por América, de Norte a Sur, por el Norte de África, por Asia -Filipinas- o por Oceanía -las Islas Marianas- por citar algunos de los ejemplos posibles. Todo lo cual se condensa en el «Titulo Grande» de la Corona española: «Por la gracia de Dios, Rey de Castilla, León, Aragón, Dos Sicilias, Jerusalén, Portugal, Navarra, Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Sevilla, Cerdeña, Córdoba, Córcega, Murcia, Jaén, Algarve, Algeciras, Gibraltar, Islas Canarias, Indias Orientales y Occidentales, islas y tierra firme del mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña y de Brabante, de Milán, Conde de Habsburgo, de Flandes del Tirol y de Barcelona, Duque de Atenas y de Neopatria, Conde del Rosellón y de la Cerdeña, Marqués de Oristano y de Gociano, Señor de Vizcaya y de Molina».
La Corona demostró su notable arraigo popular con sus dos restauraciones. La I República dio al país cuatro presidentes en once meses de 1873-1874, facilitando la restauración en la persona de Alfonso XII. Éste moriría el 25 de noviembre de 1885 dejando un heredero no nato, pero la Corona asentada. Y la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975 dejó una Monarquía instaurada, que fue restaurada el 14 de mayo de 1977 con la renuncia del Conde de Barcelona y refrendada el 6 de diciembre de 1978. La forma en que el Rey de España -al que Santiago Carrillo apodó «Juan Carlos, el breve» y en cuya proclamación el 22 de noviembre de 1975 muchos gobiernos extranjeros se negaron a estar representados- ha conseguido convertirse en una personalidad política universalmente respetada en una peripecia política que tiene pocos precedentes. Es muy difícil encontrar en la historia contemporánea universal otro jefe de Estado que haya recibido el poder de una dictadura y lo haya conservado sólo parcialmente. Porque Don Juan Calos I retuvo la «auctoritas» y renunció muy pronto a la «potestas». Y sus 37 años de reinado se cuentan ya entre los más fructíferos de la España moderna.
Fuente
El heredero de Franco
Extracto de '¿Quiénes mandan de verdad en España?', con el que el periodista y escritor Carlos Elordi inaugura la colección de eldiario.es Libros
En este capítulo retrata el pacto entre Juan Carlos y los principales agentes de poder del franquismo para apuntalar su monarquía tras el fallecimiento del dictador y durante el tránsito a la democracia.
Ignacio Escolar, director de eldiario.es, y Blanca Rosa Roca, directora de RocaEditorial, presentan junto al autor el libro este martes 11 de junio a las 19.30 en la librería La Central de Madrid.
Carlos Elordi 44 comentarios
10/06/2013 - 20:44h
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Piden 1 año de cárcel para un coronel por injuriar al Rey en un artículo
El rey Juan Carlos. / Efe
MÁS INFO
Nace eldiario.es Libros, una colección sobre actualidad política, económica y social
ETIQUETAS: Juan Carlos, Carlos Elordi, ¿Quiénes mandan de verdad en España?, eldario.es Libros
Carlos Elordi. / Marta Jara
Elordi: "Estamos ante el final de un trayecto. El sistema político está agotado"
El Rey no manda. Pero es un poder fáctico. Enorme. Aunque se comporte como un rico jubilado al que lo único que le preocupa es disfrutar de la vida, él es la clave de bóveda de nuestro sistema institucional. No solo porque es su máxima instancia, sino también porque es el elemento en el que se incardinan los demás poderes del Estado. Y además, don Juan Carlos es el vínculo entre nuestro presente político y el régimen que le precedió. Que el jefe de Estado de la democracia sea la misma persona que quien ocupó ese cargo en los últimos años del régimen franquista es la prueba viva de que nuestro sistema no nació de una ruptura con la dictadura, sino únicamente de una reforma que cambió sus leyes. Y eso, aparte de recordarnos de dónde venimos, también hace muy difícil alejar al monarca de La Zarzuela si él no quiere marcharse.
El Rey lo es porque Franco quiso que fuera su heredero y porque, más tarde, las fuerzas democráticas aceptaron esa situación. Para revertirla, no solo sería preciso aprobar una nueva Constitución, sino, antes de eso, establecer unos nuevos pactos entre los distintos poderes reales del país del calado que tuvieron los que se hicieron en la Transición. Don Juan Carlos debe saberlo perfectamente. Y seguramente por eso nos ha trasmitido siempre la sensación de que se siente impune.
La Constitución no explicita los motivos por los cuales el Rey de Franco es también el jefe de Estado de la democracia. No menciona derechos dinásticos ni de otro tipo. Don Juan Carlos conservó su corona porque así lo decidieron, casi unánimemente, quienes eran los representantes de la voluntad popular en 1978. Y si así lo hicieron fue porque todas las fuerzas políticas que obtuvieron representación en las elecciones del 15 de junio de 1977 habían aceptado antes de que estas se celebraran que la monarquía sería la forma del Estado en democracia y que Juan Carlos de Borbón sería el jefe de ese Estado. Es decir, habían asumido que se cumpliera la voluntad de Franco al respecto. Incluidos los comunistas, y muy a su pesar, porque esa aceptación implicaba reconocer que su lucha durante cuarenta años había fracasado.
Esa fue la principal condición sine qua non que impusieron quienes ostentaban el poder tras la muerte de su creador, entre ellos el Rey mismo, para acceder a cualquier cambio. Y ese fue el precio político que tuvieron que pagar los partidos que estaban fuera del franquismo para ser reconocidos. Porque carecían de la fuerza necesaria para propiciar cualquier salida que no incluyera ese requisito.
Franco no dejó «todo atado y bien atado». Pero sí lo que para él sin duda era lo más importante: el nombre de quien había de sucederle en la jefatura del Estado. Y no porque hubiera descubierto virtudes extraordinarias en don Juan Carlos, ni porque hubiera visto en él al hijo que iba a seguir fielmente el camino del padre. Frente a las ambiciones incontenidas de su padre, don Juan, el joven Borbón tenía la clara ventaja de que le había obedecido siempre sin rechistar. Porque estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de llegar a ser Rey. Incluso a «tragar mucho», según confesó años después su esposa, la hoy Reina Sofía. Esa disponibilidad sin límites, que hasta le llevaría a quitarle el puesto a su padre, debió bastarle al dictador para convencerse de que don Juan Carlos era el instrumento adecuado para sus fines.
La principal preocupación de alguien que sigue mandando cuando ve cerca la muerte es que lo que ha construido no se diluya cuando él no esté. Y lo que el dictador había creado, de la manera que se sabe, era un sistema de poder. Ese era el legado que él quería que tuviera continuidad. Aunque tuviera que cambiar de formas. Era previsible que las del franquismo no pervivieran mucho tiempo tras la desaparición de su fundador. Don Juan Carlos ha declarado que el propio Franco así se lo dijo una vez. Aquella organización estaba demasiado ligada a su figura y a su acción como para que pudiera sobrevivirle sin sufrir cambios importantes.
Pero el entramado de poder que había detrás de esas formas sí que podía hacerlo. Estaba formado por la banca, los principales empresarios y hombres de negocios, por los grandes terratenientes, por la jerarquía católica, por quienes ostentaban los mandos de la sociedad civil del franquismo, desde los notarios y registradores a los miembros de los altos cuerpos de la administración, pasando por los más elevados estadios del escalafón judicial. Y también por los jefes del Ejército.
Todos ellos se apiñaron en torno al Rey en cuanto este fue nombrado tal por las Cortes franquistas en diciembre de 1975. Y así siguen hoy en día, aunque tras el golpe del 23-F las fuerzas armadas empezaran a dejar de ser lo que habían sido. Porque Franco hizo comprender a unos y a otros, o ellos lo comprendieron por su cuenta, que el que don Juan Carlos ocupara la jefatura del Estado era la expresión de su poder. El que, más tarde, todos los partidos políticos acataran el designio del dictador, reconociendo al Rey por él nombrado, demostró la fuerza que esos poderes tenían.
La transición a la democracia no fue un hecho milagroso, ni un golpe de mano que dieron unos personajes providenciales, tal y como figura en la versión oficial de la misma. Fue un proceso de adaptación a las nuevas condiciones que había creado la muerte de Franco y a las exigencias políticas del momento, y, a la cabeza de ellas, la de colocar España en Europa. Fue un proceso rápido, intenso y arriesgado en algunos momentos, en el que brillaron las dotes de imaginación y negociación de sus protagonistas. Pero que respetó el guion escrito por el dictador en lo que se refería a quién debía de sucederle. Con todo lo que ello comportaba.
Si se garantizaba ese principio intocable, las cosas podían evolucionar de maneras muy distintas. El testamento de Franco no cerraba las posibilidades de evolución de su régimen. Así lo vieron sus exégetas más perspicaces, figuras del régimen como Torcuato Fernández Miranda, que encontraron la forma de reformar el franquismo a partir de sus propias leyes. A partir de eso, la situación podía evolucionar en el sentido en el que lo hizo, concluyendo en la Constitución; podría haberse quedado en el intento continuista de Arias Navarro y de Fraga Iribarne, o podría haber optado por caminos intermedios entre uno y otro. No había planes elaborados de antemano. Aunque sí objetivos genéricos. Los de la oposición democrática eran muy claros. Los del Rey y su entorno se ceñían a mantenerse a la cabeza del Estado en las condiciones más favorables para que esa situación fuera estable y duradera. Tras cometer algunos errores, comprendieron que la manera de lograrlo era reformar a fondo todo lo demás.
Convencieron a los poderes en los que se apoyaban, o cuando menos a sus exponentes más influyentes, de que eso convenía a sus intereses. Con dificultades, trabajosas idas y venidas y dejando algunos descontentos por el camino. Obtuvieron el apoyo de los principales Gobiernos europeos a sus planes, consiguieron que hasta los socialdemócratas alemanes y suecos y los socialistas franceses aceptaran al rey designado por Franco. Pero fracasaron con las fuerzas armadas o, cuando menos, con importantes sectores de sus máximos responsables. Con los que no querían que el Ejército terminara por convertirse en un órgano más de la Administración y pretendían que siguiera gozando de la autonomía intocable y depositaria de los valores sagrados del franquismo que había tenido hasta entonces.
A cambio de renunciar a eso, en todo o en parte, Adolfo Suárez les ofreció cautelas y compensaciones. Las rechazaron. Por principios. Los mismos que tenía la ultraderecha, que entonces, y también ahora, era bastante más que un grupo de nostálgicos de la dictadura. Por eso, y porque creían que la situación se había desbocado, dieron un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.
No existe prueba alguna de que en los días o meses previos el Rey no dijera a sus autores e instigadores que comprendía sus motivos. Ni tampoco de que no reconociera ante ellos que en aquella situación —con un Gobierno desarbolado y sin autoridad, con ETA desatada y la economía en horas muy bajas— las fuerzas armadas podían, o debían, cumplir un papel distinto del de quedarse calladas en los cuarteles. Ni de que no les transmitiera, de una u otra manera, que los militares podían contribuir a reconducir las cosas. Junto con otras fuerzas y con él mismo.
Tampoco se conoce qué ocurrió en las horas que mediaron entre el momento de la entrada de Tejero en el Congreso y la alocución televisiva mediante la cual don Juan Carlos negó a los golpistas. Ninguno de los que podían haberlo hecho ha querido contarlo. Lo que sí se sabe es que los partidos políticos democráticos y sus intelectuales orgánicos decidieron que aquella intervención del Rey ante las cámaras borraba de un solo trazo el pasado de don Juan Carlos con el franquismo y lo elevaba a los altares de la democracia. Y desde aquel día, año tras año, la España oficial, fuera de derechas o de izquierdas, ha repetido ese mantra. Hasta hoy mismo, cuando amplias capas de la población y la mayoría de los jóvenes ponen en cuestión su cargo, ese es el principal argumento que se esgrime para defender al Rey.
Esa versión de las cosas es la pieza fundamental de la versión oficial de la Transición. Con ella se reescribe, inventándolo en buena parte, el pasado previo a 1981. Gracias a ella se confirma que la Transición misma y lo que vino después fueron un ejemplo para el resto del mundo. Y, sobre todo, que las bases en las que se asentaba eran inmutables e intocables. Porque, según esa visión, no tenían defecto alguno; eran prácticamente perfectas. Todos los que tenían algún mando, en el sistema político, en la sociedad civil o en las instituciones apoyaron siempre esa lectura de las cosas.
Hasta hace relativamente poco tiempo pareció que nada podía alterar ese acuerdo tan firme, al que se había logrado sumar, además, el apoyo mayoritario de la ciudadanía. A la que una incansable propaganda, pero también el sentido común y el deseo de normalidad, habían terminado por convencer de que el Rey y la Constitución eran las únicas y las mejores soluciones posibles.
Lo que no se previó es que todo el montaje pudiera fallar porque el Rey no estuviera a la altura de la responsabilidad a la que le obligaban tan altas funciones. Había conseguido lo que más deseaba en la vida. Alguien que se lo oyó decir ha contado que en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, sus amigos confesaron lo que querían ser de mayores. Uno dijo que piloto, otro que almirante o cosas así. Cuando le tocó su turno, Juan Carlos afirmó: «yo voy a ser Rey». Consiguió serlo y, además, indiscutido y popular. Pero no se conformó con eso. Quería también ser libre, moverse sin ataduras de ningún tipo. Tal vez su modelo de referencia era su abuelo, Alfonso XIII, un monarca que también aparecía siempre sonriente y feliz, pero cuyos excesos, con las mujeres, en asuntos oscuros y en todo tipo de caprichos, le granjearon un rechazo entre todos los estratos de la sociedad que fue uno de los principales motivos de la llegada de la II República en 1931.
Se ha escrito que don Juan Carlos ya tenía contactos privilegiados con la banca cuando aún solo era príncipe. Pero los rumores de sus andanzas por el mundo de los negocios, de los favores y de las comisiones que se reciben a cambio cobraron fuerza más adelante. Empezaron a surgir poco tiempo después de 1981. Es decir, cuando el Rey ya se sentía plenamente seguro en el cargo y, sobre todo, cuando creyó que ya no iba a tener que meterse en nuevos líos políticos y podía dedicarse a lo que le gustaba.
Algunas de las personas que le habían ayudado a asentarse en la corona en los momentos difíciles también gestionaron sus iniciativas en el mundo del dinero. El que más, Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuya larga fidelidad al monarca, que ciertamente le debió de reportar grandes beneficios, le llevó en 1995 a aceptar una condena de dos años por haberse apropiado de entre 12 000 y 16 000 millones de pesetas de la familia real kuwaití a fin, se dijo, de que el Rey no apareciera como el destinatario de esos fondos.
Las compras estatales de petróleo árabe, y más tarde, hace poco, del ruso, a través de la compañía Lukoil y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, destacan entre las actividades en las que se dice que don Juan Carlos ha ejercido funciones de intermediario desde hace décadas. Pero también se ha vinculado su nombre a grandes operaciones de inversión en telecomunicaciones, líneas ferroviarias de alta velocidad y otras. O de promoción de toda suerte de iniciativas favorables a intereses de los grandes empresarios turísticos de las islas Baleares. Todos ellos contribuyeron al fondo de 3 000 millones de pesetas que costó el yate Fortuna que regalaron al Rey en 2000. Y en su cubierta, los miembros de la familia real lucieron verano tras verano toda suerte de prendas y objetos de marcas conocidas, y con su nombre bien visible para que saliera en las fotos. Hasta que Maruja Torres lo denunció en El País.
En el ambiente en el que se ha movido siempre el monarca, el de los ricos, españoles y extranjeros, esas actividades son totalmente normales. En esos medios nadie se escandaliza de que quien tiene poder lo utilice para aumentar su patrimonio. Ciertamente hay quien no lo hace y se suele destacar la probidad de algunos monarcas europeos. Pero quien accede a esos tráficos no merece reproche alguno y, por el contrario, es objeto de interés por parte de quienes quieren hacer negocios. Que son casi todos. Esa es la salsa de ese mundo.
Tal y como contó Luis García Berlanga en La escopeta nacional, los tejemanejes comerciales eran la esencia de las cacerías franquistas. Y lo siguieron siendo en las de la democracia, en las que, por cierto, don Juan Carlos ha sido un participante asiduo. ¿De qué otra cosa, y de las piezas que se cazan o de mujeres, van a hablar nuestras élites económicas, que si por algo no se distinguen es por su inquietud y su formación cultural o en cualquier otra cosa que no sea el dinero? ¿O en los largos partidos de golf en los campos más selectos a los que tan aficionados son los ricos? ¿O en el palco del Bernabéu y en los de los demás grandes clubes de fútbol españoles?
Esos son los lugares en los que se plantean o se rematan buena parte de los negocios de altura que se hacen en España. Esas, y algunas cenas y comidas en conocidos restaurantes, son las sedes en las que se ejerce el poder económico. Los subalternos y los despachos de abogados se ocupan de perfilar los detalles, de encontrar las vías para superar los inconvenientes técnicos y legales y de dar forma final a las operaciones. Pero lo fundamental del negocio ya les viene dado, lo han acordado los poderosos en esos encuentros. Y el aspecto crucial de los mismos suele ser el acuerdo sobre la comisión que han de llevarse unos y otros. En los ambientes de la alcurnia madrileña se dice que el Rey es particularmente exigente en ese aspecto.
La discreción es la norma inviolable de esos pactos de caballeros. El silencio solo se rompe si alguno de ellos cae en una situación tan desesperada que no tiene más remedio que amenazar con hablar para salvarse. Por eso es tan importante hacer negocios con gente segura, que dé garantías de que nunca le va a pasar algo de eso. Pero el Rey se confió en exceso en más de una ocasión. Le ocurrió con su amiga, la actriz Bárbara Rey, quien, según se publicó entonces, le pidió dinero a cambio de no revelar secretos de alcoba. Y, sobre todo, en 1995, cuando salió a la luz que Mario Conde y Javier de la Rosa estaban intentando chantajear al monarca, con quien ambos tenían antiguas y óptimas relaciones, para evitar su condena por graves delitos financieros. Y destacados exponentes del mundo periodístico y de otros les apoyaban en ese empeño.
El Gobierno socialista de Felipe González, además de asumir la negociación con los representantes de esos personajes, tuvo que arbitrar complejas y delicadas iniciativas políticas e institucionales para desactivar la trama, que, sin embargo, resurgió dos años después, con Aznar ya en la Moncloa, y que solo se apagó tras la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarin, que Jordi Pujol orquestó como una gran operación de Estado en apoyo al Rey, con la presencia de todos los presidentes autonómicos, incluido el vasco, y de las máximas instancias del poder institucional y social.
No quedó traza judicial alguna de esos ni de otros avatares de similar índole. Quien pudo hacerlo las borró. Y aunque esos asuntos aparecieron en los periódicos, bien es cierto que solo en algunos y siempre con términos contenidos y en pequeñas dosis —lo cual no era poco, porque algún año antes eso mismo habría sido imposible— no accedieron a los medios masivos, es decir, a las radios y, sobre todo, a la televisión.
Hoy eso sería impensable. Porque cualquier noticia o rumor, si tiene enjundia suficiente para ello, llega por Internet a millones de personas en pocas horas. Ese es uno de los motivos por los cuales el escándalo Nóos se ha escapado de las manos a quienes querrían haberlo controlado y avanza imparable hacia la implicación indirecta del Rey. Otro, no pequeño, es que un juez ha decidido seguir hasta donde haga falta.
Un tercero, y seguramente el más importante, es que la opinión pública ya no está dispuesta a tragarse ningún sapo, ni a mirar para otro lado si se entera de que el monarca ha vuelto a pasarse. La crisis económica ha provocado un cambio sustancial en la actitud de los españoles hacia la cosa pública y, particularmente, ha hecho desaparecer en ellos todo signo de indiferencia hacia la corrupción.
Al Rey no debieron contarle que ese cambio se había producido. O no quiso enterarse. O no le afectó mucho. Porque la opinión de quienes a él sí que le importaban no iba, ni mucho menos, por ahí. Y es que mientras arreciaban esas críticas, el poder económico no solo le expresaba su apoyo, sino que hacía saber al resto del país que el Rey era su referente, bastante más que los desacreditados Gobiernos democráticos. En noviembre de 2010, en medio de la agonía de Zapatero, recibió en la Zarzuela a una comisión que representaba a cien máximos exponentes empresariales y que le entregó un documento que contenía las reformas del sistema económico y del político, incluido el de las autonomías, que esas personas consideraban urgentes para sacar al país del agujero. Muy pocos comentaron entonces que, en todo caso, ese papel tenía que haber sido entregado al Parlamento, que aquel encuentro, por sí mismo, tendría mucho de antidemocrático, que podía ser el germen de una acción del Rey por encima de los partidos.
Y la experiencia volvió a repetirse en marzo de 2012. Esta vez con los presidentes de las diecisiete mayores empresas españolas. Sin documento alguno de por medio y ante las cámaras de televisión. El escándalo Urdangarin llevaba bastantes meses en la calle, el Rey había proclamado lo de que «la justicia ha de ser igual para todos», ya se había empezado a hablar de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, pero aún no había tenido lugar la cacería de elefantes en Botsuana. Al encuentro con el Rey asistieron los presidentes del Banco Santander y del BBVA, que flanquearon al monarca, para que nadie dudara de quienes eran los que más mandaban. Y los de Telefónica, El Corte Inglés, Repsol, Acciona, La Caixa, Inditex, Grupo Planeta, Mapfre, ACS, Ferrovial, Mercadona, Iberdrola, Mango, Grupo Barceló y Havas Media Group.
De lo que allí se había dicho solo trascendieron los mensajes de ritual. El de que «todos han de arrimar el hombro para salir de la crisis», o el de que «hay luz al final del túnel». Pero lo importante era la reunión en sí misma. Porque esta vez, más que de maniobras espurias, de lo que se trataba era de apoyar al Rey. Y lo que las máximas instancias del poder económico español querían que se supiera era que estaban tan firmemente unidas a don Juan Carlos como, treinta y ocho años atrás, cuando se convirtió en el sucesor de Franco, lo estuvieron quienes representaban lo mismo que ellas. Y también que, de una u otra manera, habría que contar con su aquiescencia para tomar cualquier iniciativa que afectara a la corona.
Por si alguien no había recibido esa misiva, las mismas personas volvieron a reunirse, esta vez en la sede de Telefónica, a finales de agosto de 2012. Para entonces, a los consejeros del Rey ya se les había ocurrido la idea genial de que el monarca pidiera perdón por la cacería africana y dijera que «se había equivocado». Lo cual no rebajó un ápice la creciente indignación ciudadana y añadió una imagen imprevista al asunto: la de un hombre acabado.
Por todo eso, y por la espantosa imagen internacional de nuestro jefe del Estado, está cada vez más claro que el Rey, y el sistema mismo, ya solo pueden jugar la carta de la sucesión, que será una abdicación encubierta. Y también que se va hacia eso. Midiendo los pasos y tratando de ganar todo el tiempo posible. Pero sin mayores garantías de que esa solución vaya a funcionar. O, cuando menos, sin seguridad alguna de que la entronización de Felipe de Borbón vaya a normalizar la andadura de la jefatura del Estado.
La prudencia recomendaría que el cambio se produjera después de que hubiera habido sentencia sobre el caso Nóos. Pero ninguna catarsis que anunciara el nuevo monarca podría evitar que sobre él cayera el peso de una eventual condena de su yerno, quién sabe si también de su hermana y, aún más, de una eventual implicación de su padre en los hechos juzgados. No saldría mejor librado si el tribunal decidiera la absolución. Y menos si, por arte de magia, se anulara el proceso.
Ante esas perspectivas, podría ser menos costoso asumir el cargo antes de que se iniciara el juicio. ¿Se atrevería luego el Rey Felipe a indultar a sus familiares? ¿Optaría por ejercer el cargo con Urdangarin en la cárcel? Cualquier escenario es posible, por atrabiliario o intolerable que hoy parezca. Pero ninguna de esas opciones permitiría a la monarquía recuperar la credibilidad perdida. Aunque eso seguramente no preocupará en demasía a los poderes que le apoyarán. O no tendrán más remedio que pechar con ello.
Don Felipe será un rey frágil desde el día de su toma de posesión. Porque estará marcado por la trayectoria de su padre. Porque tendrá enfrente la desconfianza de una gran parte de la opinión pública. Porque el poder político que debería reforzarlo es hoy más débil que nunca y tanto el PP como el PSOE medirían cualquier paso a dar en esa dirección para que la irritación de la gente no se volviera en contra. Y porque los demás poderes, aun pudiendo bloquear cualquier salida que no les guste, no tienen capacidad para imponer una solución propia y habrían de limitarse a apoyar al joven Rey de la manera que lo están haciendo a don Juan Carlos. Es decir, a la defensiva.
Si, atendiendo a la opinión unánime de los expertos en la materia, se descarta la posibilidad de un golpe de Estado militar, la perspectiva que hay por delante es el deterioro imparable de la monarquía. Habrá que ver si es lento o rápido. Y qué traumas nacionales pueden derivarse de ese proceso que parece inevitable. ¿Reventará por ahí la enorme presión que se está acumulando en una España hundida en la crisis y en la que se están deshaciendo todos los equilibrios de poder?
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110 MOTIVOS PARA ADMIRAR A ESPAÑA
La española es la Familia Real más antigua de Europa
25/02/2013 02:08h
Según Edmund Burke o Antonio Canovas del Castillo, el origen de las naciones se encuentra en la delimitación que la Corona hace de un territorio a lo largo de la Historia. Eso da un protagonismo relevante a varias dinastías europeas en la conformación de sus países. Cuando la República Francesa celebró en 1987 -bajo la Presidencia de François Mitterrand- el milenario capeto, el lema que llenaba las calles del país era «Les Rois on fait la France»-los Reyes hicieron Francia.
En el caso de España durante más de doce siglos se ha configurado una nación partiendo de reinos dispersos, se ha construido un imperio, y hoy, como hecho de notable trascendencia histórica, marchamos unidos a nuestros hermanos europeos, bastantes de los cuales, en algún momento, estuvieron bajo la misma soberanía que nosotros. Pero a lo largo de estos siglos se ha consolidado una institución que ha estado permanentemente presente en nuestra vida política: la Institución Monárquica.
Una misma familia ha encarnado la Institución a lo largo de este tiempo. El Soberano más antiguo, remontando las ramas de la Familia Real, fue Vermudo I, hijo de Fruela y nieto de Pedro, duque (gobernador) de Cantabria. Ninguno de estos dos reinó, pero sí Vermudo, que fue hecho Rey de Asturias en 788. Le habían precedido en el trono su hermano Aurelio en 768, muerto sin hijos, y su tío Alfonso I, yerno de don Pelayo, Rey en 739. Vermudo ciñó la Corona con más de 40 años, después de que le sacaran de un monasterio en el que era clérigo de menores -de ahí su apodo de «El Diácono»-. Tuvo que casarse y hubo descendencia, pero en el tercer año de su reinado fue derrotado en Villafranca del Bierzo por las tropas infieles de Hisham I y optó por ceder la Corona a su sobrino Alfonso II «El Casto» y volver a la vida pía en el mismo monasterio del que nunca quiso salir.
Desde este nieto del duque de Cantabria hasta nuestros días se han sucedido los Reyes que han ido configurando esta realidad que es España.
A lo largo de las siguientes cuarenta generaciones que componen esta rama de la Familia Real, ha cambiado el nombre de las diversas dinastías que se han sucedido dentro de una misma familia. Esto se debe a que en los reinos españoles -a diferencia de otros países europeos- podían heredar el trono las mujeres. Cuando así ocurría, se tomaba el apelativo de su marido.
Don Juan Carlos, a quien la Constitución Española declara «legítimo heredero de la dinastía histórica» (artículo 57.1), ha definido la herencia de sus mayores así: «Por un dichoso azar de la Historia, la dinastía española, de la que soy actualmente cabeza y representante supremo, es la misma desde hace trece siglos y cuarenta generaciones. Asturias, Aragón y Cataluña, la noble tierra vasca, la de León, la de Castilla, de Valencia y de toda la España peninsular, las islas mediterráneas y atlánticas, y las entrañables ciudades del continente vecino, han sido solar de mis mayores, la patria de mis antepasados, la razón de ser y el destino de la Monarquía española. El destino (para los creyentes la providencia de Dios) nos situó a mi padre y a mí, en los sucesivos eslabones de una cadena dinástica que no tenía otra razón de ser que el servicio a España».
La Monarquía española es el fruto de la unión en una dinastía de las coronas de León y Castilla, de Aragón y Navarra que ya en tiempos de la Casa de Austria llegó a ser un Imperio en los cinco continentes, en el que, con razón, decía Felipe II que no se ponía el sol. Él fue Rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Inglaterra e Irlanda, Duque de Milán, Soberano de los Países Bajos y Duque de Borgoña. Bajo esas coronas europeas el Imperio se extendía por América, de Norte a Sur, por el Norte de África, por Asia -Filipinas- o por Oceanía -las Islas Marianas- por citar algunos de los ejemplos posibles. Todo lo cual se condensa en el «Titulo Grande» de la Corona española: «Por la gracia de Dios, Rey de Castilla, León, Aragón, Dos Sicilias, Jerusalén, Portugal, Navarra, Granada, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Sevilla, Cerdeña, Córdoba, Córcega, Murcia, Jaén, Algarve, Algeciras, Gibraltar, Islas Canarias, Indias Orientales y Occidentales, islas y tierra firme del mar Océano, Archiduque de Austria, Duque de Borgoña y de Brabante, de Milán, Conde de Habsburgo, de Flandes del Tirol y de Barcelona, Duque de Atenas y de Neopatria, Conde del Rosellón y de la Cerdeña, Marqués de Oristano y de Gociano, Señor de Vizcaya y de Molina».
La Corona demostró su notable arraigo popular con sus dos restauraciones. La I República dio al país cuatro presidentes en once meses de 1873-1874, facilitando la restauración en la persona de Alfonso XII. Éste moriría el 25 de noviembre de 1885 dejando un heredero no nato, pero la Corona asentada. Y la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975 dejó una Monarquía instaurada, que fue restaurada el 14 de mayo de 1977 con la renuncia del Conde de Barcelona y refrendada el 6 de diciembre de 1978. La forma en que el Rey de España -al que Santiago Carrillo apodó «Juan Carlos, el breve» y en cuya proclamación el 22 de noviembre de 1975 muchos gobiernos extranjeros se negaron a estar representados- ha conseguido convertirse en una personalidad política universalmente respetada en una peripecia política que tiene pocos precedentes. Es muy difícil encontrar en la historia contemporánea universal otro jefe de Estado que haya recibido el poder de una dictadura y lo haya conservado sólo parcialmente. Porque Don Juan Calos I retuvo la «auctoritas» y renunció muy pronto a la «potestas». Y sus 37 años de reinado se cuentan ya entre los más fructíferos de la España moderna.
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El heredero de Franco
Extracto de '¿Quiénes mandan de verdad en España?', con el que el periodista y escritor Carlos Elordi inaugura la colección de eldiario.es Libros
En este capítulo retrata el pacto entre Juan Carlos y los principales agentes de poder del franquismo para apuntalar su monarquía tras el fallecimiento del dictador y durante el tránsito a la democracia.
Ignacio Escolar, director de eldiario.es, y Blanca Rosa Roca, directora de RocaEditorial, presentan junto al autor el libro este martes 11 de junio a las 19.30 en la librería La Central de Madrid.
Carlos Elordi 44 comentarios
10/06/2013 - 20:44h
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Piden 1 año de cárcel para un coronel por injuriar al Rey en un artículo
El rey Juan Carlos. / Efe
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Nace eldiario.es Libros, una colección sobre actualidad política, económica y social
ETIQUETAS: Juan Carlos, Carlos Elordi, ¿Quiénes mandan de verdad en España?, eldario.es Libros
Carlos Elordi. / Marta Jara
Elordi: "Estamos ante el final de un trayecto. El sistema político está agotado"
El Rey no manda. Pero es un poder fáctico. Enorme. Aunque se comporte como un rico jubilado al que lo único que le preocupa es disfrutar de la vida, él es la clave de bóveda de nuestro sistema institucional. No solo porque es su máxima instancia, sino también porque es el elemento en el que se incardinan los demás poderes del Estado. Y además, don Juan Carlos es el vínculo entre nuestro presente político y el régimen que le precedió. Que el jefe de Estado de la democracia sea la misma persona que quien ocupó ese cargo en los últimos años del régimen franquista es la prueba viva de que nuestro sistema no nació de una ruptura con la dictadura, sino únicamente de una reforma que cambió sus leyes. Y eso, aparte de recordarnos de dónde venimos, también hace muy difícil alejar al monarca de La Zarzuela si él no quiere marcharse.
El Rey lo es porque Franco quiso que fuera su heredero y porque, más tarde, las fuerzas democráticas aceptaron esa situación. Para revertirla, no solo sería preciso aprobar una nueva Constitución, sino, antes de eso, establecer unos nuevos pactos entre los distintos poderes reales del país del calado que tuvieron los que se hicieron en la Transición. Don Juan Carlos debe saberlo perfectamente. Y seguramente por eso nos ha trasmitido siempre la sensación de que se siente impune.
La Constitución no explicita los motivos por los cuales el Rey de Franco es también el jefe de Estado de la democracia. No menciona derechos dinásticos ni de otro tipo. Don Juan Carlos conservó su corona porque así lo decidieron, casi unánimemente, quienes eran los representantes de la voluntad popular en 1978. Y si así lo hicieron fue porque todas las fuerzas políticas que obtuvieron representación en las elecciones del 15 de junio de 1977 habían aceptado antes de que estas se celebraran que la monarquía sería la forma del Estado en democracia y que Juan Carlos de Borbón sería el jefe de ese Estado. Es decir, habían asumido que se cumpliera la voluntad de Franco al respecto. Incluidos los comunistas, y muy a su pesar, porque esa aceptación implicaba reconocer que su lucha durante cuarenta años había fracasado.
Esa fue la principal condición sine qua non que impusieron quienes ostentaban el poder tras la muerte de su creador, entre ellos el Rey mismo, para acceder a cualquier cambio. Y ese fue el precio político que tuvieron que pagar los partidos que estaban fuera del franquismo para ser reconocidos. Porque carecían de la fuerza necesaria para propiciar cualquier salida que no incluyera ese requisito.
Franco no dejó «todo atado y bien atado». Pero sí lo que para él sin duda era lo más importante: el nombre de quien había de sucederle en la jefatura del Estado. Y no porque hubiera descubierto virtudes extraordinarias en don Juan Carlos, ni porque hubiera visto en él al hijo que iba a seguir fielmente el camino del padre. Frente a las ambiciones incontenidas de su padre, don Juan, el joven Borbón tenía la clara ventaja de que le había obedecido siempre sin rechistar. Porque estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de llegar a ser Rey. Incluso a «tragar mucho», según confesó años después su esposa, la hoy Reina Sofía. Esa disponibilidad sin límites, que hasta le llevaría a quitarle el puesto a su padre, debió bastarle al dictador para convencerse de que don Juan Carlos era el instrumento adecuado para sus fines.
La principal preocupación de alguien que sigue mandando cuando ve cerca la muerte es que lo que ha construido no se diluya cuando él no esté. Y lo que el dictador había creado, de la manera que se sabe, era un sistema de poder. Ese era el legado que él quería que tuviera continuidad. Aunque tuviera que cambiar de formas. Era previsible que las del franquismo no pervivieran mucho tiempo tras la desaparición de su fundador. Don Juan Carlos ha declarado que el propio Franco así se lo dijo una vez. Aquella organización estaba demasiado ligada a su figura y a su acción como para que pudiera sobrevivirle sin sufrir cambios importantes.
Pero el entramado de poder que había detrás de esas formas sí que podía hacerlo. Estaba formado por la banca, los principales empresarios y hombres de negocios, por los grandes terratenientes, por la jerarquía católica, por quienes ostentaban los mandos de la sociedad civil del franquismo, desde los notarios y registradores a los miembros de los altos cuerpos de la administración, pasando por los más elevados estadios del escalafón judicial. Y también por los jefes del Ejército.
Todos ellos se apiñaron en torno al Rey en cuanto este fue nombrado tal por las Cortes franquistas en diciembre de 1975. Y así siguen hoy en día, aunque tras el golpe del 23-F las fuerzas armadas empezaran a dejar de ser lo que habían sido. Porque Franco hizo comprender a unos y a otros, o ellos lo comprendieron por su cuenta, que el que don Juan Carlos ocupara la jefatura del Estado era la expresión de su poder. El que, más tarde, todos los partidos políticos acataran el designio del dictador, reconociendo al Rey por él nombrado, demostró la fuerza que esos poderes tenían.
La transición a la democracia no fue un hecho milagroso, ni un golpe de mano que dieron unos personajes providenciales, tal y como figura en la versión oficial de la misma. Fue un proceso de adaptación a las nuevas condiciones que había creado la muerte de Franco y a las exigencias políticas del momento, y, a la cabeza de ellas, la de colocar España en Europa. Fue un proceso rápido, intenso y arriesgado en algunos momentos, en el que brillaron las dotes de imaginación y negociación de sus protagonistas. Pero que respetó el guion escrito por el dictador en lo que se refería a quién debía de sucederle. Con todo lo que ello comportaba.
Si se garantizaba ese principio intocable, las cosas podían evolucionar de maneras muy distintas. El testamento de Franco no cerraba las posibilidades de evolución de su régimen. Así lo vieron sus exégetas más perspicaces, figuras del régimen como Torcuato Fernández Miranda, que encontraron la forma de reformar el franquismo a partir de sus propias leyes. A partir de eso, la situación podía evolucionar en el sentido en el que lo hizo, concluyendo en la Constitución; podría haberse quedado en el intento continuista de Arias Navarro y de Fraga Iribarne, o podría haber optado por caminos intermedios entre uno y otro. No había planes elaborados de antemano. Aunque sí objetivos genéricos. Los de la oposición democrática eran muy claros. Los del Rey y su entorno se ceñían a mantenerse a la cabeza del Estado en las condiciones más favorables para que esa situación fuera estable y duradera. Tras cometer algunos errores, comprendieron que la manera de lograrlo era reformar a fondo todo lo demás.
Convencieron a los poderes en los que se apoyaban, o cuando menos a sus exponentes más influyentes, de que eso convenía a sus intereses. Con dificultades, trabajosas idas y venidas y dejando algunos descontentos por el camino. Obtuvieron el apoyo de los principales Gobiernos europeos a sus planes, consiguieron que hasta los socialdemócratas alemanes y suecos y los socialistas franceses aceptaran al rey designado por Franco. Pero fracasaron con las fuerzas armadas o, cuando menos, con importantes sectores de sus máximos responsables. Con los que no querían que el Ejército terminara por convertirse en un órgano más de la Administración y pretendían que siguiera gozando de la autonomía intocable y depositaria de los valores sagrados del franquismo que había tenido hasta entonces.
A cambio de renunciar a eso, en todo o en parte, Adolfo Suárez les ofreció cautelas y compensaciones. Las rechazaron. Por principios. Los mismos que tenía la ultraderecha, que entonces, y también ahora, era bastante más que un grupo de nostálgicos de la dictadura. Por eso, y porque creían que la situación se había desbocado, dieron un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.
No existe prueba alguna de que en los días o meses previos el Rey no dijera a sus autores e instigadores que comprendía sus motivos. Ni tampoco de que no reconociera ante ellos que en aquella situación —con un Gobierno desarbolado y sin autoridad, con ETA desatada y la economía en horas muy bajas— las fuerzas armadas podían, o debían, cumplir un papel distinto del de quedarse calladas en los cuarteles. Ni de que no les transmitiera, de una u otra manera, que los militares podían contribuir a reconducir las cosas. Junto con otras fuerzas y con él mismo.
Tampoco se conoce qué ocurrió en las horas que mediaron entre el momento de la entrada de Tejero en el Congreso y la alocución televisiva mediante la cual don Juan Carlos negó a los golpistas. Ninguno de los que podían haberlo hecho ha querido contarlo. Lo que sí se sabe es que los partidos políticos democráticos y sus intelectuales orgánicos decidieron que aquella intervención del Rey ante las cámaras borraba de un solo trazo el pasado de don Juan Carlos con el franquismo y lo elevaba a los altares de la democracia. Y desde aquel día, año tras año, la España oficial, fuera de derechas o de izquierdas, ha repetido ese mantra. Hasta hoy mismo, cuando amplias capas de la población y la mayoría de los jóvenes ponen en cuestión su cargo, ese es el principal argumento que se esgrime para defender al Rey.
Esa versión de las cosas es la pieza fundamental de la versión oficial de la Transición. Con ella se reescribe, inventándolo en buena parte, el pasado previo a 1981. Gracias a ella se confirma que la Transición misma y lo que vino después fueron un ejemplo para el resto del mundo. Y, sobre todo, que las bases en las que se asentaba eran inmutables e intocables. Porque, según esa visión, no tenían defecto alguno; eran prácticamente perfectas. Todos los que tenían algún mando, en el sistema político, en la sociedad civil o en las instituciones apoyaron siempre esa lectura de las cosas.
Hasta hace relativamente poco tiempo pareció que nada podía alterar ese acuerdo tan firme, al que se había logrado sumar, además, el apoyo mayoritario de la ciudadanía. A la que una incansable propaganda, pero también el sentido común y el deseo de normalidad, habían terminado por convencer de que el Rey y la Constitución eran las únicas y las mejores soluciones posibles.
Lo que no se previó es que todo el montaje pudiera fallar porque el Rey no estuviera a la altura de la responsabilidad a la que le obligaban tan altas funciones. Había conseguido lo que más deseaba en la vida. Alguien que se lo oyó decir ha contado que en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, sus amigos confesaron lo que querían ser de mayores. Uno dijo que piloto, otro que almirante o cosas así. Cuando le tocó su turno, Juan Carlos afirmó: «yo voy a ser Rey». Consiguió serlo y, además, indiscutido y popular. Pero no se conformó con eso. Quería también ser libre, moverse sin ataduras de ningún tipo. Tal vez su modelo de referencia era su abuelo, Alfonso XIII, un monarca que también aparecía siempre sonriente y feliz, pero cuyos excesos, con las mujeres, en asuntos oscuros y en todo tipo de caprichos, le granjearon un rechazo entre todos los estratos de la sociedad que fue uno de los principales motivos de la llegada de la II República en 1931.
Se ha escrito que don Juan Carlos ya tenía contactos privilegiados con la banca cuando aún solo era príncipe. Pero los rumores de sus andanzas por el mundo de los negocios, de los favores y de las comisiones que se reciben a cambio cobraron fuerza más adelante. Empezaron a surgir poco tiempo después de 1981. Es decir, cuando el Rey ya se sentía plenamente seguro en el cargo y, sobre todo, cuando creyó que ya no iba a tener que meterse en nuevos líos políticos y podía dedicarse a lo que le gustaba.
Algunas de las personas que le habían ayudado a asentarse en la corona en los momentos difíciles también gestionaron sus iniciativas en el mundo del dinero. El que más, Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuya larga fidelidad al monarca, que ciertamente le debió de reportar grandes beneficios, le llevó en 1995 a aceptar una condena de dos años por haberse apropiado de entre 12 000 y 16 000 millones de pesetas de la familia real kuwaití a fin, se dijo, de que el Rey no apareciera como el destinatario de esos fondos.
Las compras estatales de petróleo árabe, y más tarde, hace poco, del ruso, a través de la compañía Lukoil y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, destacan entre las actividades en las que se dice que don Juan Carlos ha ejercido funciones de intermediario desde hace décadas. Pero también se ha vinculado su nombre a grandes operaciones de inversión en telecomunicaciones, líneas ferroviarias de alta velocidad y otras. O de promoción de toda suerte de iniciativas favorables a intereses de los grandes empresarios turísticos de las islas Baleares. Todos ellos contribuyeron al fondo de 3 000 millones de pesetas que costó el yate Fortuna que regalaron al Rey en 2000. Y en su cubierta, los miembros de la familia real lucieron verano tras verano toda suerte de prendas y objetos de marcas conocidas, y con su nombre bien visible para que saliera en las fotos. Hasta que Maruja Torres lo denunció en El País.
En el ambiente en el que se ha movido siempre el monarca, el de los ricos, españoles y extranjeros, esas actividades son totalmente normales. En esos medios nadie se escandaliza de que quien tiene poder lo utilice para aumentar su patrimonio. Ciertamente hay quien no lo hace y se suele destacar la probidad de algunos monarcas europeos. Pero quien accede a esos tráficos no merece reproche alguno y, por el contrario, es objeto de interés por parte de quienes quieren hacer negocios. Que son casi todos. Esa es la salsa de ese mundo.
Tal y como contó Luis García Berlanga en La escopeta nacional, los tejemanejes comerciales eran la esencia de las cacerías franquistas. Y lo siguieron siendo en las de la democracia, en las que, por cierto, don Juan Carlos ha sido un participante asiduo. ¿De qué otra cosa, y de las piezas que se cazan o de mujeres, van a hablar nuestras élites económicas, que si por algo no se distinguen es por su inquietud y su formación cultural o en cualquier otra cosa que no sea el dinero? ¿O en los largos partidos de golf en los campos más selectos a los que tan aficionados son los ricos? ¿O en el palco del Bernabéu y en los de los demás grandes clubes de fútbol españoles?
Esos son los lugares en los que se plantean o se rematan buena parte de los negocios de altura que se hacen en España. Esas, y algunas cenas y comidas en conocidos restaurantes, son las sedes en las que se ejerce el poder económico. Los subalternos y los despachos de abogados se ocupan de perfilar los detalles, de encontrar las vías para superar los inconvenientes técnicos y legales y de dar forma final a las operaciones. Pero lo fundamental del negocio ya les viene dado, lo han acordado los poderosos en esos encuentros. Y el aspecto crucial de los mismos suele ser el acuerdo sobre la comisión que han de llevarse unos y otros. En los ambientes de la alcurnia madrileña se dice que el Rey es particularmente exigente en ese aspecto.
La discreción es la norma inviolable de esos pactos de caballeros. El silencio solo se rompe si alguno de ellos cae en una situación tan desesperada que no tiene más remedio que amenazar con hablar para salvarse. Por eso es tan importante hacer negocios con gente segura, que dé garantías de que nunca le va a pasar algo de eso. Pero el Rey se confió en exceso en más de una ocasión. Le ocurrió con su amiga, la actriz Bárbara Rey, quien, según se publicó entonces, le pidió dinero a cambio de no revelar secretos de alcoba. Y, sobre todo, en 1995, cuando salió a la luz que Mario Conde y Javier de la Rosa estaban intentando chantajear al monarca, con quien ambos tenían antiguas y óptimas relaciones, para evitar su condena por graves delitos financieros. Y destacados exponentes del mundo periodístico y de otros les apoyaban en ese empeño.
El Gobierno socialista de Felipe González, además de asumir la negociación con los representantes de esos personajes, tuvo que arbitrar complejas y delicadas iniciativas políticas e institucionales para desactivar la trama, que, sin embargo, resurgió dos años después, con Aznar ya en la Moncloa, y que solo se apagó tras la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarin, que Jordi Pujol orquestó como una gran operación de Estado en apoyo al Rey, con la presencia de todos los presidentes autonómicos, incluido el vasco, y de las máximas instancias del poder institucional y social.
No quedó traza judicial alguna de esos ni de otros avatares de similar índole. Quien pudo hacerlo las borró. Y aunque esos asuntos aparecieron en los periódicos, bien es cierto que solo en algunos y siempre con términos contenidos y en pequeñas dosis —lo cual no era poco, porque algún año antes eso mismo habría sido imposible— no accedieron a los medios masivos, es decir, a las radios y, sobre todo, a la televisión.
Hoy eso sería impensable. Porque cualquier noticia o rumor, si tiene enjundia suficiente para ello, llega por Internet a millones de personas en pocas horas. Ese es uno de los motivos por los cuales el escándalo Nóos se ha escapado de las manos a quienes querrían haberlo controlado y avanza imparable hacia la implicación indirecta del Rey. Otro, no pequeño, es que un juez ha decidido seguir hasta donde haga falta.
Un tercero, y seguramente el más importante, es que la opinión pública ya no está dispuesta a tragarse ningún sapo, ni a mirar para otro lado si se entera de que el monarca ha vuelto a pasarse. La crisis económica ha provocado un cambio sustancial en la actitud de los españoles hacia la cosa pública y, particularmente, ha hecho desaparecer en ellos todo signo de indiferencia hacia la corrupción.
Al Rey no debieron contarle que ese cambio se había producido. O no quiso enterarse. O no le afectó mucho. Porque la opinión de quienes a él sí que le importaban no iba, ni mucho menos, por ahí. Y es que mientras arreciaban esas críticas, el poder económico no solo le expresaba su apoyo, sino que hacía saber al resto del país que el Rey era su referente, bastante más que los desacreditados Gobiernos democráticos. En noviembre de 2010, en medio de la agonía de Zapatero, recibió en la Zarzuela a una comisión que representaba a cien máximos exponentes empresariales y que le entregó un documento que contenía las reformas del sistema económico y del político, incluido el de las autonomías, que esas personas consideraban urgentes para sacar al país del agujero. Muy pocos comentaron entonces que, en todo caso, ese papel tenía que haber sido entregado al Parlamento, que aquel encuentro, por sí mismo, tendría mucho de antidemocrático, que podía ser el germen de una acción del Rey por encima de los partidos.
Y la experiencia volvió a repetirse en marzo de 2012. Esta vez con los presidentes de las diecisiete mayores empresas españolas. Sin documento alguno de por medio y ante las cámaras de televisión. El escándalo Urdangarin llevaba bastantes meses en la calle, el Rey había proclamado lo de que «la justicia ha de ser igual para todos», ya se había empezado a hablar de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, pero aún no había tenido lugar la cacería de elefantes en Botsuana. Al encuentro con el Rey asistieron los presidentes del Banco Santander y del BBVA, que flanquearon al monarca, para que nadie dudara de quienes eran los que más mandaban. Y los de Telefónica, El Corte Inglés, Repsol, Acciona, La Caixa, Inditex, Grupo Planeta, Mapfre, ACS, Ferrovial, Mercadona, Iberdrola, Mango, Grupo Barceló y Havas Media Group.
De lo que allí se había dicho solo trascendieron los mensajes de ritual. El de que «todos han de arrimar el hombro para salir de la crisis», o el de que «hay luz al final del túnel». Pero lo importante era la reunión en sí misma. Porque esta vez, más que de maniobras espurias, de lo que se trataba era de apoyar al Rey. Y lo que las máximas instancias del poder económico español querían que se supiera era que estaban tan firmemente unidas a don Juan Carlos como, treinta y ocho años atrás, cuando se convirtió en el sucesor de Franco, lo estuvieron quienes representaban lo mismo que ellas. Y también que, de una u otra manera, habría que contar con su aquiescencia para tomar cualquier iniciativa que afectara a la corona.
Por si alguien no había recibido esa misiva, las mismas personas volvieron a reunirse, esta vez en la sede de Telefónica, a finales de agosto de 2012. Para entonces, a los consejeros del Rey ya se les había ocurrido la idea genial de que el monarca pidiera perdón por la cacería africana y dijera que «se había equivocado». Lo cual no rebajó un ápice la creciente indignación ciudadana y añadió una imagen imprevista al asunto: la de un hombre acabado.
Por todo eso, y por la espantosa imagen internacional de nuestro jefe del Estado, está cada vez más claro que el Rey, y el sistema mismo, ya solo pueden jugar la carta de la sucesión, que será una abdicación encubierta. Y también que se va hacia eso. Midiendo los pasos y tratando de ganar todo el tiempo posible. Pero sin mayores garantías de que esa solución vaya a funcionar. O, cuando menos, sin seguridad alguna de que la entronización de Felipe de Borbón vaya a normalizar la andadura de la jefatura del Estado.
La prudencia recomendaría que el cambio se produjera después de que hubiera habido sentencia sobre el caso Nóos. Pero ninguna catarsis que anunciara el nuevo monarca podría evitar que sobre él cayera el peso de una eventual condena de su yerno, quién sabe si también de su hermana y, aún más, de una eventual implicación de su padre en los hechos juzgados. No saldría mejor librado si el tribunal decidiera la absolución. Y menos si, por arte de magia, se anulara el proceso.
Ante esas perspectivas, podría ser menos costoso asumir el cargo antes de que se iniciara el juicio. ¿Se atrevería luego el Rey Felipe a indultar a sus familiares? ¿Optaría por ejercer el cargo con Urdangarin en la cárcel? Cualquier escenario es posible, por atrabiliario o intolerable que hoy parezca. Pero ninguna de esas opciones permitiría a la monarquía recuperar la credibilidad perdida. Aunque eso seguramente no preocupará en demasía a los poderes que le apoyarán. O no tendrán más remedio que pechar con ello.
Don Felipe será un rey frágil desde el día de su toma de posesión. Porque estará marcado por la trayectoria de su padre. Porque tendrá enfrente la desconfianza de una gran parte de la opinión pública. Porque el poder político que debería reforzarlo es hoy más débil que nunca y tanto el PP como el PSOE medirían cualquier paso a dar en esa dirección para que la irritación de la gente no se volviera en contra. Y porque los demás poderes, aun pudiendo bloquear cualquier salida que no les guste, no tienen capacidad para imponer una solución propia y habrían de limitarse a apoyar al joven Rey de la manera que lo están haciendo a don Juan Carlos. Es decir, a la defensiva.
Si, atendiendo a la opinión unánime de los expertos en la materia, se descarta la posibilidad de un golpe de Estado militar, la perspectiva que hay por delante es el deterioro imparable de la monarquía. Habrá que ver si es lento o rápido. Y qué traumas nacionales pueden derivarse de ese proceso que parece inevitable. ¿Reventará por ahí la enorme presión que se está acumulando en una España hundida en la crisis y en la que se están deshaciendo todos los equilibrios de poder?
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