Los reyes que han cedido el trono por Amor

Los reyes que han cedido el trono: historia de amor, desamor, convicciones y caprichos
ACTUALIZADO EL 08 DE JUNIO DE 2014 A LAS 12:00 AM

La historia registra celebres abdicaciones de reyes y reinas, unos por viejos, otros por enfermos y algunos por mal enamorados.
POR JORGE HERNÁNDEZ S.

El rey solo le rinde cuentas a Dios, a los demás… ¡que los parta un rayo! Con lo que cuesta alcanzar el poder es muy raro tirarlo, menos dárselo a otro y todavía peor ¡hacerlo por gusto!.

Pero, valga insistir, los monarcas hacen lo que les viene en su real gana… porque quieren y porque pueden.

A esas dignas razones habría que agregarles otra que, por plebeya y prosaica, suena impensable: el amor. ¡Hasta los reyes tienen corazoncito!

Ya fuera Lucio Cornelio Sila, en el 79 a.C.; Cristina de Suecia, en el siglo XVII, o el sonado “affaire” de Eduardo VIII de Inglaterra, en el siglo XX, los dardos de Cupido hicieron blanco en más de una testa coronada.

Maquiavelo, que sustentó El Príncipe en las argucias para conservar e incrementar el poder, seguro patalea en su perdida tumba al escuchar las noticias de altezas que cuelgan el manto púrpura, cuando lo esperable es que mueran clavados al trono.

El último en sacudirse, justo esta semana, fue el español rey Juan Carlos , que como su ancestro Carlos V –en 1555– decidió ceder la corona a su hijo que, curiosamente se llama también Felipe. Y es que el hijo de Carlos V fue Felipe II de Austria, el Prudente, y pareciera que los tiempos vuelven en tanto los expertos consideran al futuro monarca de España como el mejor preparado de cuantos le precedieron.

Puede que haya un paralelo entre Juan Carlos y Carlos V. A este último lo consumió la gota, sufría depresiones y los chismosos palaciegos temían que estuviera chiflado, igual a su madre Juana la Loca. A su heredero, Felipe II, le dijo que ojalá tuviera un hijo que mereciera, tanto como él, el cetro.

Cotilleos aparte, en el siglo XX y en el actual, las abdicaciones obedecieron más a cuestiones de edad o a las exigencias soberanas; una de ellas fue la del pontífice Benedicto XVI, si se considera aún que el Papa representa al Rey de Reyes.

Otros abdicaron por horas. Balduino I, rey de Bélgica, lo hizo por 44 entre el 3 y el 5 de abril de 1990; el tiempo justo para que no sancionara una ley que despenalizaba el aborto, debido a sus arraigadas creencias católicas. Una vez que el Parlamento lo hizo, regresó al cargo.

Entre los que renunciaron a causa de la realpolitik destaca Ahmed III (de Constantinopla) , quien ascendió al trono de la Sublime Puerta en 1703; tras una destemplada campaña contra los persas, los jenízaros –guardias del sultán– lo enviaron al congelador.

Lucio Cornelio Sila dejó perpleja a Roma al renunciar de modo súbito al poder.  Enamorado de una viuda se casó con ella y se retiró para darse la gran vida en su villa.ampliar
Lucio Cornelio Sila dejó perpleja a Roma al renunciar de modo súbito al poder. Enamorado de una viuda se casó con ella y se retiró para darse la gran vida en su villa.
En el año 79 a.C,  se registró la primera dimisión al poder por Lucio Cornelio Sila, dictador de la república romana.
Algo similar le ocurrió a Puyi, el último emperador chino, que de ser considerado desde los tres años una divinidad, fue obligado por los rusos a deponer su título celestial en 1945. Terminó de jardinero y de archivista en Pekín; su vida fue contada en una película de Bernardo Bertolucci.

Claro, no todos se las ven a palitos tras dejar los aires cortesanos. Hans­Adam II de Liechtenstein nombró regente de ese principado europeo a su hijo Luis, en el 2004.

Su Alteza Serenísima el Príncipe Soberano de Liechtenstein lió sus bártulos para dirigir los destinos del conglomerado bancario LGT, y disfrutar de su fortuna de $3,500 millones según la revista Forbes .

Reyes de corazones

De todas las abdicaciones modernas la más fulminante fue la de Eduardo VIII , que ya antes de ser rey era un granuja. Su padre, Jorge V de Inglaterra vaticinó: “Me voy a morir y este muchacho arruinará todo en menos de 12 meses.” ¡Falló miserablemente!

El soberano inglés murió el 20 enero de 1936 y ya Edward Albert Christian George Andrew Patrick David – apelativo completo del tunante– andaba ennoviado con la divorciada gringa Wallis Simpson, por quien dejaría la corona y marcharía a un exilio dorado, a costillas de los súbditos británicos.

Sin ser reina, y sin poderlo nunca, la Simpson actuaba como tal y Eduardo VIII era un pelele en sus huesudas y ambiciosas manos. Apenas fue investido le regaló – según Cristina Morató en Divas Rebeldes– una copia fiel de uno de los autos reales.

Para endiablar más al pueblo que antes lo adoraba despidió a la servidumbre más vieja, a los además les rebajó el salario en un 10 por ciento y comenzó a derrochar el dinero en naderías.

Carlos V de España abdicó en 1555.
El caso de la abdicación de Carlos V de España, en 1555, guarda semejanzas con lo que sucede hoy con el Rey Juan Carlos: ambos cedieron la corona a favor de un hijo llamado Felipe.
Su Alteza, desde su juventud, había sido un manirroto y un libidinoso que tenía fijación por las prostitutas y las mujeres casadas. Uno de sus lances más conocidos fue con la socialité Freda Dudley Ward, cuyo marido se hizo el tonto durante cinco años de tórrido romance. Las cartas de amor de la pareja fueron subastadas en Sotheby’s por $150 mil.

Wallis no le iba a la zaga. A los 20 años se casó con el marinero, Earl Winfield Spencer Jr., un alcohólico que la traía a puñetazo limpio. Lo dejó para casarse con Ernest Aldrich Simpson, con quien se comprometió por correo.

Con esos atestados conoció a Edward en el invierno de 1930 y, como una mano lava a la otra, la relación fue in crescendo y hasta los criados cuchicheaban en Buckingham Palace.

El amorío pasó del tálamo real a las sanguijuelas periodísticas y el 3 de diciembre de 1936 el rey fue carne de los tabloides. Sin inmutarse anunció: “Estoy decidido a casarme con Mrs. Simpson y a marcharme”.

La crisis dinástica alcanzó el Olimpo y los espías británicos descubrieron que Wallis tenía un amante secreto; era Guy Marcus Trundle, un vendedor de autos guapo, bailarín e irresistible.

El 11 de diciembre de 1936 el rey cenó con Winston Churchill, le confesó su pasión por la estadounidense y esa misma noche, 236 días después de ascender al trono, leyó la renuncia en la radio BBC.

Para encontrar un caso semejante sería necesario bucear en la historia y remontarse al año 79 a.C, cuando se registró la primera dimisión al poder por Lucio Cornelio Sila, dictador de la república romana.

Parece que Sila se había enamorado de Valeria Mesala, una joven viuda perteneciente a la nobleza, que sería su quinta esposa y quien lo conquistó con una sutileza.

Resulta que Valeria se acercó a Sila en unos juegos circenses y le jaló un hilo de su toga. El déspota le preguntó por qué lo hizo y ella le dijo: “yo también quiero tener un poco de su suerte.”

Sila se retiró a su majestuosa villa en Campania, escribió sus memorias en 22 tomos –¡tenía mucho que contar!– llevó una vida disoluta impropia de un anciano y liquidó con ostentación a su ejército privado de 120 mil legionarios.

Aunque no está del todo claro, se dice que la reina Cristina de Suecia –en 1654– presentó al Consejo del Reino su abdicación y alegó: “Si el sabio Consejo conociera las razones, no le parecían tan extrañas.”

Cristina había sido criada como un hombre. Fea, regordeta, chiquitilla, voz gruesa y temperamento fuerte, era hábil con la espada, extraordinaria jinete y sagaz cazadora.

Los nobles presionaron a Cristina para que se casara, pero esta siempre huyó de ese “espantoso yugo”; algunos biógrafos sostienen que la monarca convivía a escondidas con su amiga Ebbe Sparre, una deslumbrante sueca.

Al parecer Cristina renunció para vivir con Ebbe, pero esta se casó con un aristócrata y evitó así las habladurías. A los 63 años Cristina murió en Roma y conservó una extensa colección de cartas sentimentales dirigidas a su frustrado amor.

La locura; la vejez; el cansancio, las dolencias y los afectos son algunas de las excusas esgrimidas por sus majestades para irse al augusto retiro, dejando las intrigas palaciegas a quienes ansían efímeras glorias.

Unos tal vez nunca lucieron el regio vestuario y a otros, sin esperarlo, la capa de armiño, el cetro y el orbe les cayeron del cielo.

Wallis Simpson: La mujer que costó un reino
ACTUALIZADO EL 02 DE SEPTIEMBRE DE 2012 A LAS 12:00 AM

Un pasado tempestuoso, dos divorcios a cuestas y ser americana le cerraron el paso al trono de Inglaterra; aunque conquistó el corazón de un rey vivió como una apátrida y una mujer marcada.
El 3 de junio de 1937, Wallis y Eduardo se casaron en el castillo de Chateau de Cande, Francia. Tras abdicar al trono, ambos se convirtieron en los duques de Windsor. AP ampliar
El 3 de junio de 1937, Wallis y Eduardo se casaron en el castillo de Chateau de Cande, Francia. Tras abdicar al trono, ambos se convirtieron en los duques de Windsor. AP
El bien de uno es el mal de otro. Que en tiempos más heroicos un monarca inglés ofreciese su reino por un caballo, sonaba plausible; pero nunca se había visto que un rey cambiase la corona por' ¡amor!

Y es que, desde el siglo XI, la monarquía británica ha tenido de todo: reyes feroces y sanguinarios; pervertidos sexuales; tarados; impotentes; derrochadores; libertinos; genios; locos y uno que otro normal. Pese a ese acervo real, la dinastía más longeva de Europa sintió tambalear sus cimientos el 10 de diciembre de 1936, cuando en una emisión radiofónica de la BBC, el rey Eduardo VIII anunció impertérrito que abdicaba a favor del tartamudo de su hermano, el futuro Jorge VI, por amor a Wallis Simpson.

A las puertas de la Segunda Guerra Mundial y mientras los nazis afilaban sus garras, los flemáticos ingleses miraban con estupor cómo una dama divorciada, ronqueta, andrógina, de cara cuadrada, anoréxica, ni fea ni bonita y, para peores, plebeya y norteamericana daba mate al rey.

“Esa mujer”, como despectivamente llamó la Reina Madre de Inglaterra a Wallis, sedujo y puso de hinojos al Príncipe de Gales, quien renunció por ella al reino de Gran Bretaña, Irlanda, los Dominios Británicos de Ultramar y al Imperio de la India. ¡Casi nada!

Eduardo y Wallis pasaron a ser los duques de Windsor pero'ni comieron perdices ni vivieron felices; el príncipe terminó siendo un sapo y ella una trepadora. “Hubo amargura, mezquindad y desolación tras la fría sonrisa de esa mujer que se empeñó en ganarle el juego a la vida”, escribió Anne Sebba en el libro La vida íntima de Wallis Simpson.

El rey Jorge V, padre de Eduardo, sufría porque su hijo era un tiro al aire, tan inmaduro que sus amantes lo apodaban Peter Pan o “el hombrecillo” y malgastaba su tiempo entre viajes exóticos, innumerables fiestas y ser el pasto de todas las revistas rosa.

Wallis le hacía segunda. Como una mantis religiosa ya había devorado dos maridos cuando conoció al Príncipe; con el primero –Earl Spencer– vivió un tiempo en China, donde aprendió una serie de acrobacias eróticas para complacer a los hombres.

Un supuesto “Dossier China” revelaba las visitas con Spencer a las casas “sing-song”, lupanares donde los clientes mataban las horas al ritmo de canciones procaces, música y bailes sensuales.

Otros rumores, que Sebba no aclaró, aseguraban que Simpson era hermafrodita. Su confidente y amigo Michael Bloch, quien publicó su correspondencia amorosa, aseguró que Wallis “sufría del Síndrome de Insensibilidad Androgénica (SIA); es decir, era genéticamente hombre pero con un aspecto femenino.

En su diario, el biógrafo real –James Pope-Hennesey– se atrevió a mencionar: “Me sentiría tentado de clasificarla como una mujer americana par excellence'si no fuera porque sospecho que no es mujer”.

Al margen de esa ambiguedad, la noble ocurrencia del heredero de casarse con semejante prospecto hizo que la Casa Real, el Primer Ministro Stanley Baldwin y la prensa se subieran a las paredes. Ese trío decidió defenestrar, con la excusa del imposible matrimonio, al pusilánime de Eduardo, no tanto por sus devaneos amorosos como por sus simpatías con el nazismo.

Americana audaz

Los primeros años de Wallis Simpson fueron un cuento de hadas, pero al revés. Sus padres, Teackle Wallis Warfield y Alice Montague, se casaron a escondidas en una cabaña montañosa de Pennsylvania, Estados Unidos, donde nacería su única hija: Bessie Wallis Warfield, el 19 de junio de 1896. Teackle era un debilucho que tuvo la mala idea de morir de tuberculosis, cuando la criatura tenía solo seis meses de edad y la precoz familia quedó desamparada.

Como Alice venía de un hogar acomodado de Baltimore, regresó a la casa materna y ahí vivieron de la caridad de Salomón, el acaudalado hermano del finado Teackle. Pronto el cuñado acosó a la viuda y esta se refugió en un hotel, de donde salió para vivir con su hermana, Bessie, encariñada con la pequeña Wallis, que ya por entonces tenía un carácter fuerte, disimulado bajo un aspecto tímido.

Los detalles de esa infancia desgraciada fueron relatados por Maitre Blum, abogada de Wallis en sus últimos años, en El final de la Duquesa.

Años después madre e hija se fueron a un departamento y Alice vivió de alquilar habitaciones y bordar ropa ajena, hasta que se casó en 1908 con John Freeman, un destacado político demócrata.

“La suerte les cambió y la niña fue a una exclusiva escuela donde trabó amistad con las jovencitas aristócratas; vestía impecable, destacaba en los estudios y siempre quiso ser la primera”, recordó Charles Higham, en Mrs Simpson.

Por esos años dejó de ser Bessie para convertirse en Wallis, un nombre con más abolengo y acorde con los sueños que revoloteaban en su cabeza. Tal vez por eso se tornó rebelde, enigmática, a la vez que divertida e ingeniosa.

A los 20 años Wallis tomó el único camino que se le abría a una joven de principios del siglo XX: el matrimonio; sin descartar un adecuado menú de amantes que le proveyeran ciertos caprichos.

Un piloto, Earl Winfield Spencer, encandiló a la muchachita y se casaron en 1915. Cuatro años después se separaron porque Earl era un borrachín, pero volvieron a reincidir y en 1924 se fueron a China, donde Wallis labró una ominosa leyenda en los burdeles de Shanghai.

Ahí aprendió al dedillo las artes amatorias orientales, según Sebba, en una ciudad plagada de rameras, cortesanas, casas de té, callejeras, fumaderos de opio y centros de manicura donde el sexo era el “modus vivendi”.

Pero todo aburre. Dejó tirado al dipsómano de Earl y conoció al millonario naviero Ernest Aldrich Simpson, que en 1928 le envió un telegrama a Cannes – Francia –donde ella estaba de vacaciones y le propuso matrimonio.

Las hadas favorecían de nuevo a Wallis; la pareja se instaló en Londres y en su casa organizó ruidosas fiestas, donde conoció a lo más graneado de la socialité inglesa, entre ellas Lady Furness –Thelma Morgan– a la sazón amante del Príncipe de Gales, un tarambanas que correteaba hasta escobas con faldas.

La cortesana y el rey

Parodiando a Mark Twain, Wallis era una yanqui en la corte del Rey Arturo. Y como el zacate siempre crece mejor en la cerca del vecino, al heredero real le chiflaban las mujeres casadas.

El bisnieto de la reina Victoria nació el 23 de junio de 1894, con algo más que un bollo de pan bajo el brazo. Edward Albert Christian George Andrew Patrick David creció rodeado de niñeras en el palacete de Sandringham y desde adolescente gastó fama de rey de corazones, sin importarle un penique los deberes reales.

Tenía 23 años cuando se enamoró de Freda Dudley Ward, casada y con dos hijas; el romance duró cinco años y las cartas amor que este le envió fueron subastadas en Sotheby’s por casi $150 mil. Una vez que acabó el idilio buscó refugio en Lady Furness, cuyo esposo era gran amigo del príncipe y se hacía el tonto.

En una fiesta –en 1935– ella presentó a Wallis con Eduardo.

“Ya desde el inicio de su relación corrían rumores de que era una depredadora sexual”, contó Sebba. El príncipe la colmó de joyas, pieles, vestuarios y viajes; lo que parecía un capricho se convirtió en un asunto de estado y la familia real cerró filas en contra de la advenediza. Enloqueció de amor y trató de lograr lo imposible: casarse con una gringa divorciada y coronarla como reina de Inglaterra. Como no pudo decidió abdicar, vender sus propiedades, obtener el título de Duque de Windsor y llevar la vida de un desterrado'Eso sí, a cuerpo de rey.

Por su parte, detalló Sebba, la amante ni quería casarse ni ser reina, solo seguir viviendo a troche y moche sin que nadie la molestara, pero se quedó sin el santo y sin la limosna porque desde la abdicación fue una apátrida.

Los nuevos duques se casaron en 1937 y se establecieron en París, fueron el trapito de dominguear del jet set y su historia de amor inspiró libros, películas y dramas, hasta que el 29 de mayo de 1972 Eduardo murió; sin enterarse de que la mujer por la que dejó el trono inglés en realidad vivió enamorada de Felipe Espil, un diplomático argentino, según un artículo de la agencia de noticias ANSA.

En un documental del Canal 4 de Londres, Wallis Simpson: The Secret Letters, analizaron 15 cartas de la duquesa a su segundo exmarido, donde se quejaba de sentirse “sola” y “atrapada”, además de “te extraño y me preocupo por ti.”

Solo muerta regresó a Inglaterra. El 24 de abril de 1986 falleció la duquesa de Windsor y sus restos reposan junto a Eduardo. Y como nadie sabe para quién trabaja, Elizabeth II –hija de Jorge VI– acabó siendo reina, gracias a Wallis Simpson una audaz americana que supo calzarle a un rey, la zapatilla de cristal.

Murió la princesa que renunció al amor
Tuvo una vida triste marcada por un romance prohibido; su salud se había deteriorado seriamente
DOMINGO 10 DE FEBRERO DE 2002

LONDRES.- Banderas a media asta, himno nacional como preludio al anuncio de la noticia: todos los detalles del luto protocolar de la monarquía británica entraron ayer en acción por la muerte de Margarita, la princesa que renunció al amor.

La hermana de la reina, de 71 años, sufrió una apoplejía en la noche del viernes y murió "pacíficamente mientras dormía", a las 6.30 de ayer, en el hospital King Edward VII, al que había sido trasladada de urgencia con problemas cardíacos. Sus hijos, lord David Linley y lady Sarah Chatto, la acompañaron hasta el final.

Su cuerpo fue trasladado a su residencia oficial, el Palacio de Kensington, donde será velado este fin de semana por su familia para luego ser trasladado a la capilla de St. George, en el castillo de Windsor, donde será enterrada. Las exequias se realizarán allí el viernes próximo. A pedido personal, serán atendidas exclusivamente por sus allegados más próximos y no tendrán carácter de funeral de Estado.

Si bien su partida ha entristecido a los británicos, no hay que esperar, sin embargo, una repetición de las escenas de congoja colectiva que marcaron el deceso de otra princesa de destino trágico, lady Diana.

En los últimos años, y a causa de los serios problemas de salud que padecía, Margarita despertó más lástima que afecto entre sus compatriotas, hoy más preocupados por el impacto que puede tener su muerte sobre la única figura de la casa real que todavía adoran sin ambages: la reina madre. La pesadilla de tener que organizar pompas fúnebres reales por partida doble ronda los corredores del Palacio de Buckingham.

A tres días de haberse cumplido 50 años de la prematura muerte de su esposo, el rey Jorge VI, los festejos por la ascensión al trono de su hija Isabel II (el "jubileo de oro") continuarán por decisión de la reina, "al tanto de los deseos de su hermana, que no quería ensombrecer lo que debe ser un año de celebración para la monarquía".

Víctima de la historia

Sin un papel constitucional definido y undécima en la línea de sucesión al trono, Margarita no fue más que una víctima de la historia.

Su decisión de no casarse con el divorciado capitán Peter Townsend, en 1955, fue considerada entonces un "acto de desprendimiento" en favor de la monarquía. Ahora, en cambio, se la interpreta como la errada elección de aferrarse a una vida de privilegio.

Margarita nació el 21 de agosto de 1930 en el castillo escocés de Glamis, la casa ancestral de la familia de su madre. El suyo fue el primer nacimiento real en Escocia desde el siglo XVII.

Como la más joven de las hijas de los duques de York, llevó una infancia despreocupada hasta 1936, cuando su tío Eduardo VIII decidió abdicar al trono por amor a la divorciada Wallis Simpson. Esto colocó repentinamente a su padre en el trono y al resto de la familia bajo el celoso escrutinio tanto del establishment como del pueblo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los Windsor se negaron a ser evacuados. Fue así como Margarita pasó esos años vestida con un uniforme del ejército británico y protegiéndose de los bombardeos en los sótanos del castillo de Windsor, junto a las joyas de la corona que fueron depositadas allí, envueltas en papel de diario.

A los 23 años se enamoró de uno de los miembros de la guardia real, el capitán Peter Townsend. Podría haber sido un romance de cuento de hadas, de no ser porque Townsend era divorciado. Esto tornaba inaceptable el matrimonio a los ojos de la Iglesia Anglicana y, más crucialmente, de la reina madre, todavía dolida por los sucesos desencadenados por la abdicación de Eduardo VIII.

Su hermana le aconsejó no apresurarse y fue así como dispuso que el piloto fuera trasladado a la embajada británica en Bélgica por dos años. A su regreso, la prensa británica especuló con un inminente anuncio de su compromiso. Pero el casamiento implicaba renunciar a sus privilegios como princesa y la joven decidió, finalmente, darle la espalda al amor. Margarita y Townsend permanecieron en contacto hasta su muerte, en 1995.

En busca de consuelo, la princesa regresó a la vida del jet-set visitando discotecas y codeándose con figuras del espectáculo, como Peter Sellers, que una vez dijo estar enamorado de ella. En una de esas fiestas, en 1958, conoció a Anthony Armstrong-Jones, un graduado de Cambridge que comenzaba a ser reconocido como fotógrafo. Dos años más tarde, y tras lograr que le dieran al novio el título de conde de Snowdon, Margarita contrajo finalmente nupcias en la abadía de Westminster.

La pareja dio una bocanada de aire fresco a la acartonada monarquía de los años sesenta asistiendo a conciertos de los Beatles y de los Rolling Stones. John Lennon solía hablar con simpatía de Priceless Margarine (Margarina sin precio) y Andy Warhol invitaba al dúo a todas sus exposiciones.

Los Snowdon tuvieron dos hijos, el vizconde Linley y lady Sarah Armstrong-Jones, pero esto no logró detener sus crecientes desavenencias. En marzo de 1976 la pareja se separó oficialmente.

Irónicamente, Margarita fue la primera de los Windsor en divorciarse, en 1978. Su posterior relación con un escritor 17 años más joven, Roddy Llewellyn, provocó un escándalo y terminó sin pena ni gloria.

Poco puede extrañar que en estas circunstancias la princesa se haya transformado en una fumadora empedernida (al punto de consumir sesenta cigarrillos diarios).

Sus allegados aseguran que abandonó el hábito cuando los médicos le extirparon parte del pulmón izquierdo, en 1985. Lo mismo dicen de su afición por el alcohol, el cual, sostienen, desde su primera apoplejía en 1998 se limitaba a un "vasito de whisky" todas las noches.

Graves quemaduras

Su último gran traspié -un término que en este caso no puede ser más acertado- fue en el verano de 1999, cuando sumergió las piernas en una bañera con agua hirviendo en Les Jolies Eaux (Las Alegres Aguas), su domicilio en la caribeña isla de Mustique. Margarita no había notado la excesiva temperatura porque sufría del mal de Raynaud, una enfermedad que afecta la circulación y que es particularmente grave entre los fumadores porque la nicotina incrementa la constricción de las arterias.

El resultado fue devastador: quemaduras de gravedad que alcanzaron hasta los tobillos y que la sumieron en una silla de ruedas. Uno de sus amigos, Colin Glenconner, dijo entonces que pasaba "por una turbulencia interior y una profunda sensación de desesperación".

La historia de Margarita es triste. Pero a diferencia de la princesa Diana -a quien detestaba- no está plagada de actos de caridad ni de eterna belleza. Una carencia que la prensa jamás le perdonó. Sus últimas apariciones en público, para festejar los 100 años de la princesa Alicia, hace dos meses, y los 101 de la reina madre, en agosto último, merecieron duros artículos.

Débil, delgada, en silla de ruedas y con el rostro casi cubierto por enormes anteojos de sol, su figura fue sin piedad contrastada con las más vibrantes y joviales de sus centenarias parientes.

Por Graciela Iglesias Corresponsal en Gran Bretaña


¿Cuántas monarquías hay en el mundo y cuánto poder tienen? Hay monarcas que gobiernan, otros que tienen algo de influencia, y varios ...