España: República - Monarquia

LOS REFERENDOS DE FRANCO
Jueves 28 de septiembre de 2017, 11:25h
Luis María ANSON
En 1945, el dictador Francisco Franco, “caudillo de España por la gracia de Dios”, promulgó la llamada Ley de Referéndum, incluida entre las llamadas Leyes Fundamentales que pretendían ser la Constitución de la dictadura. Se aplicó en tres ocasiones.

En 1947, la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado fue sometida a referéndum. Carrero Blanco, por cierto, visitó a Don Juan en Estoril para anunciarle la nueva Ley Fundamental y el hijo de Alfonso XIII y Jefe de la Casa Real Española hizo público un durísimo manifiesto contra la maniobra franquista. La Ley de Sucesión se aprobó por abrumadora mayoría. En mi libro Don Juan relato el pasaje con minuciosidad.

En 1967, el dictador sometió a referéndum la Ley Orgánica del Estado, que en las urnas rozó el cien por cien de votos favorables. Muerto el dictador, la Ley de Referéndum se aplicó para aprobar en 1976 la Ley de Reforma Política que liquidaba el entero andamiaje de las Leyes Fundamentales de la dictadura.

Nada más antidemocrático que el maquillaje del referéndum con que Franco quiso enmascarar su dictadura. Votar no es democrático si se hace fuera de la ley, o si la ley no ha sido aprobada por la voluntad general libremente expresada. El referéndum de Carlos Puigdemont, Oriol Junqueras y el pobre Arturo Mas es profundamente antidemocrático porque se ha convocado en contra de la Ley, en contra de una Constitución aprobada en 1978 por la voluntad general del pueblo español libremente expresada. Entre el pueblo español, claro es, se produjo el voto del pueblo catalán, con abrumadora mayoría en favor de la Carta Magna.

Ya está bien de monsergas. Carlos Puigdemont, Oriol Junqueras y el pobre Arturo Mas acaudillan una operación profundamente antidemocrática a través de un referéndum ilegal y con menos garantías, incluso, que los que convocó el dictador Franco.

Luis María ANSON
de la Real Academia Española
Fuente 
La legitimidad de la monarquía

Muchos países que tienen este sistema están a la cabeza de la modernidad
EMILIO LAMO DE ESPINOSA
16 JUL 2014 - 00:00 CEST
Es frecuente alegar que la legitimidad de la monarquía española se asienta, bien en creencias históricas pero irracionales acerca de la grandeza y la gloria de dinastías y monarcas y la santidad de las tradiciones, bien en el carisma, heroísmo o ejemplaridad ganado en algunas horas dramáticas por el anterior titular de la Corona. La legitimidad monárquica reposaría pues (y por usar el lenguaje de Max Weber), bien en una (hoy imposible) legitimidad tradicional, bien en una (intransferible) legitimidad carismática.

En concordancia, no son pocos los españoles que consideran que la monarquía es un anacronismo, algo anticuado, pasado de moda, incluso inútil, cuando no contraproducente. Nadie sensato sostiene —como lo hace Izquierda Unida— que la alternativa es Monarquía o Democracia, una simpleza como veremos inmediatamente. Pero la visión de la Monarquía como algo anticuado, que se acepta, como mucho, por el coste de cambiarla, no es infrecuente, incluso entre gentes de derecha.

Conviene despejar esa visión por otra más realista, menos ideológica y, a la postre, bastante más positiva. Y ello no solo porque, como es evidente, la forma monárquica de la jefatura del Estado fue votada por los españoles al votar masivamente a Constitución de 1978, lo que le otorga una legitimidad legal indiscutible. Pero hay más.

Tengo delante de mí el ranking mundial del Índice de Democracia que elabora The Economist clasificando los sistemas políticos del mundo entero. Y seguro que a nadie le sorprenderá saber que entre los veinte primeros puestos de calidad democrática aparecen los siguientes países: Noruega, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Luxemburgo, Reino Unido, Japón, Bélgica y….España (lugar 25; ¡por delante de Francia, lugar 28!). Y para quien sea lector asiduo de estos rankings no sorprenderá tampoco saber que en otro indicador, este más comprensivo, como es el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas (que atiende a variables como sanidad, educación, igualdad de la mujer y otras) en los veinte primeros puestos (datos del 2013), se repiten Noruega, Países Bajos, Suecia, Japón, Dinamarca y Bélgica (y por cierto, España ocupa el lugar 23, por delante del Reino Unido). Podríamos seguir husmeando en otros muchos rankings, por ejemplo, en el Índice de Percepción de la Corrupción, donde en los mejores lugares vuelven a aparecer Dinamarca, Suecia, Países Bajos, Noruega, Luxemburgo, Japón y Reino Unido.

Y podría seguir dando ejemplos, pues en casi todos los rankings que miden calidad, de lo que sea (por ejemplo, los de igualdad), encontraremos que estos siete u ocho países aparecen siempre en los primeros puestos, no ya entre los veinte primeros, sino frecuentemente entre los diez primeros. Y la conclusión, empíricamente fundada y bastante indiscutible es que se trata de algunos de los mejores países del mundo.

¿Y qué tienen en común esos países? Evidente: todos son monarquías. Monarquías parlamentarias, por supuesto, es decir, democracias, pero monarquías. Lo que al parecer no les impide tener los mejores sistemas políticos con la máxima legitimidad y la menor corrupción, las economías más eficientes y competitivas, y las sociedades más educadas, justas e igualitarias. De modo que quien siga pensando que la Monarquía tiene poco que ver con la modernidad y es una antigualla de otros tiempos haría bien en revisar su opinión. No sólo es compatible, es que muchas están a la vanguardia de la modernidad. ¿Muchas? Veamos cuantas.

Y para ello utilicemos el bando de datos sobre calidad de gobierno de la Universidad de Gotemburgo, que clasifica a 175 países por su forma de gobierno (en la ONU, como sabemos, hay 193 países). De los 175 países, hay 40 monarquías y 135 repúblicas, de modo que poco más del 22% de los países del mundo son monarquías. Pues bien, ya es casualidad que siendo sólo un 22% de los países del mundo, sean casi un 50% de los países de mayor calidad institucional.

Se puede ser monárquico sin apelar a las tradiciones

Pero hay más. De esas 40 monarquías, más de la mitad (24) son democracias, según los criterios de Freedom House. Es decir, el 60% de las monarquías son democracias. Pero sólo lo son el 39% de las repúblicas (53 sobre 135). Es decir, la mayoría de las monarquías son democracias, pero la mayoría de las repúblicas no lo son. Interesante.

Y aún hay más. Se da la paradoja de que en el Índice de Desarrollo Humano (IDH; como decía el mejor indicador de calidad social), las monarquías puntúan siempre mejor que los países que no lo son. En concreto, las 24 monarquías democráticas tienen mejor índice de desarrollo humano (medio) que las restantes 53 democracias republicanas. Y lo sorprendente es que lo mismo ocurre con las dictaduras o con los sistemas híbridos. Es decir, en los tres conjuntos (democracias puras, dictaduras, o sistemas mixtos) los países monárquicos puntúan siempre mejor que los que no lo son. Y así, Suecia tiene mejor IDH que Finlandia, el de Japón es mejor que el de Corea y el de España es mejor que el de Italia; pero también Jordania lo tiene mejor que Siria o Tailandia mejor que Birmania. ¿La monarquía resulta ser siempre más humana que la república?

No estoy alegando, por supuesto, que esos países son los mejores porque son monarquías (aunque podría ser en algún caso) pero sí que, no solo no perjudica, sino que ayuda. Y en todo caso acredita que lo que sí es una antigualla no es la monarquía misma sino quien sostiene aún una concepción de ella más propia de finales del XIX, cuando la alternativa era Autocracia o Democracia (lo que llevó a la Gran Guerra), que del siglo XXI. Una visión que atiende a lo superfluo (las carrozas, las coronas o los uniformes, toda la parafernalia, tan cara a la corte inglesa, por ejemplo), pero olvida lo sustancial. Lo sustancial es la calidad democrática y en esto la evidencia habla por sí sola: la república no aventaja en nada a la monarquía, al contrario.

De modo que se puede ser monárquico sin apelar a las tradiciones o al liderazgo carismático alguno y aceptando simplemente que es la mejor fórmula política democrática.

O la menos mala, que es lo mismo. Pues, ¿cuál es la alternativa? ¿La república? En teoría parece lo más racional, pero los españoles ya lo hemos intentado. Y no una, sino dos veces. Dos Repúblicas, ambas ilusionadamente recibidas por unos y otros, ambas destruidas desde dentro por la traición de algunos de los que las impulsaron, ambas dieron pronto (demasiado pronto) lugar a sendas guerras civiles, y la segunda, además, a una larguísima dictadura de la que salimos, justamente, gracias a una Monarquía ¿Vamos a tropezar de nuevo, por tercera vez, en la misma piedra?

Desde luego la Monarquía no nos va a hacer ni más ricos ni más libres, pero es más fácil que la Monarquía nos ayude a cruzar aguas turbulentas que creer que, cambiándola por una República, vamos a calmar las olas y navegar mejor. La Monarquía, no sólo hoy y aquí, sino en muchos otros sitios, es parte de la solución, no parte del problema.

Emilio Lamo de Espinosa, Catedrático de Sociología (UCM)
Monarquía insostenible
Para que sea posible reformar la Constitución, el principio de legitimación democrática no puede estar encorsetado
JAVIER PÉREZ ROYO
27 JUN 2014 - 19:16 CEST
La Monarquía no tiene un problema por la República. Lo tiene por ella misma y por el sistema político que se articuló a partir de las Leyes Fundamentales del general Franco para hacer posible su Restauración.

La Monarquía en España carece de legitimidad propia. El depósito de legitimidad lo agotaron Carlos IV, Fernando VII, Isabel II y Alfonso XIII. Es, en consecuencia, una especie amenazada de extinción, que no puede cometer errores para sobrevivir. Mientras los miembros de la familia real no los han cometido de manera que resultara visible, la institución no ha sido puesta en cuestión. Cuando los errores han sido inocultables, han saltado todas las alarmas. De ahí la abdicación. La primera amenaza para la Monarquía no ha venido de la República, sino del interior de la Casa del Rey.

Pero lo que dificulta la supervivencia de la Monarquía no son tanto esos errores como el agotamiento del sistema político con el que se hizo la Transición, diseñado para garantizar el asentamiento de la Restauración. El objetivo era la Restauración. El instrumento era pasar de la dictadura a la democracia. A finales del siglo XX no podía ser de otra manera. Pero el objetivo era la Restauración, al servicio del cual se diseñó el instrumento: el tipo de democracia que debería hacerla posible sin riesgos.

Hay una continuidad materialmente constitucional entre 1845, 1876 y 1978. Son las tres constituciones que han estado vigentes durante casi toda la historia constitucional de España y todas ellas han estado presididas por la desconfianza hacia el protagonismo que pudiera alcanzar la ciudadanía en la dirección política del país. La Monarquía ha sido en todas ellas la expresión de dicha desconfianza. La Monarquía, salvo en 1931, ha sido siempre indisponible para el ejercicio del poder constituyente del pueblo español y, como consecuencia de ello, límite para el protagonismo de la sociedad española en su proceso de dirección política.

Esta es la razón por la que en España no se ha reformado la Constitución. Ni se va a reformar. Para que la reforma de la Constitución sea posible, el principio de legitimación democrática no puede estar encorsetado. Si lo está, el vínculo entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio se erosiona hasta llegar a desaparecer y el sistema político se hunde. Es lo que nos ha ocurrido en el pasado y me temo que es lo que nos va a volver a ocurrir.

Creo que no está en la mano del Rey poder evitarlo. Puede evitar que la Casa del Rey cometa errores. Si la supervivencia de la Monarquía dependiera de ello, lo podría conseguir. Pero una monarquía parlamentaria no puede sobrevivir si el sistema político sobre el que se eleva está podrido y, como consecuencia de ello, carece de legitimidad. Juan Carlos I y Felipe VI no tienen la responsabilidad que tuvo Alfonso XIII en la descomposición de la Primera Restauración, pero su posición es casi tan insostenible.
La transición de la Monarquía
La Corona y la Familia Real deben renunciar voluntariamente a cualquier privilegio e impulsar un campo de reformas que les legitimen para un nuevo contrato de servicio público con la sociedad española
ANTONI GUTIÉRREZ-RUBÍ

4 MAR 2013 - 00:01 CET
La transición de la Monarquía
EVA VÁZQUEZ
¿Pueden ser el peso de la historia, la legalidad constitucional o el agradecimiento ciudadano argumentos suficientes para garantizar la vitalidad de la institución monárquica en la sociedad española hoy? Es obvio que, en la redacción actual de la Constitución Española, la Corona tiene claramente asignadas unas funciones y un rol institucional incuestionable: nada más y nada menos que el de la Jefatura del Estado. Pero desde hace tiempo —y en medio de otras extendidas reflexiones sobre la necesidad de iniciar una segunda Transición, o reiniciar nuestro sistema institucional que pudiera incluir una reforma de la Constitución— la sociedad española se pregunta por sus instituciones, sus símbolos y sus funciones.

Al deterioro de la política y del conjunto de nuestra arquitectura institucional, hay que añadir el particular y acusado desgaste de la Corona, en términos de opinión pública y de confianza. Los casos de presunta corrupción que han afectado a un miembro de la familia real, así como los recientes errores y desaciertos del Rey, han acelerado este proceso. Incluso hay quien considera que ha llegado el momento de que esta posible nueva etapa suponga, también, cambiar nuestra configuración del modelo de Monarquía parlamentaria por otra de forma política republicana.

¿Es, pues, la legalidad actual de su estatus el único argumento de peso para justificar la permanencia y la continuidad de esta institución? ¿Es, en definitiva, su pasado —sus méritos, sus contribuciones y sus éxitos—, el argumento para minimizar sus deficiencias y obviar los debates? La respuesta es no. Rotundamente no. La única justificación política para que la Monarquía permanezca (con abdicación o sin ella) en nuestra sociedad es que sea realmente útil a esta. Lo que justifica la excepcionalidad de su figura y su función es que su utilidad, su ejemplaridad y su funcionamiento sean los nutrientes de una renovada legitimidad. Imprescindible e inaplazable.

El consenso constitucional sobre la Corona resultó de la síntesis y del pacto constituyente. Síntesis que se expresa en la forma de la Monarquía parlamentaria, en la que su poder efectivo, potestas, es mínimo a cambio de realzar su auctoritas. En este contexto, es indiscutible que las funciones de representación simbólica y de moderación arbitral, que le asigna la Constitución, exigen prácticas y comportamientos de excelencia democrática y ética para poder, precisamente, seguir cumpliendo con su alta misión, como un factor de estabilidad y continuidad del sistema constitucional y de imparcialidad y neutralidad políticas.

Necesitamos una jefatura del Estado que haga de la ejemplaridad cívica su norma de conducta

Este es precisamente el punto clave del debate para reconstruir el futuro: qué cambios (qué transición) debe llevar a cabo la Corona para poder ejercer útilmente su papel en la sociedad española actual. Su relegitimación pasa por reforzar la estrecha vinculación entre Monarquía y democracia, en un momento en que la regeneración democrática de nuestro sistema político se ha convertido en una exigencia clamorosa.

Tres deberían ser los pilares de este reajuste institucional: una Monarquía cívica (republicana, podríamos decir), útil (reformada) e integradora (plural). Se trataría de un proceso urgente de adecuación de la excepcionalidad de aquel momento histórico a la normalidad democrática y a la secularización cívica del momento actual. El marco jurídico y el impulso político de este reajuste podrían encajarse con diversas iniciativas legales. Pero, sobre todo, con una decidida voluntad de la Corona y de la familia real de renunciar, voluntariamente, a cualquier privilegio e impulsar un campo de reformas que les relegitimen desde la perspectiva de un nuevo contrato de servicio público con la sociedad española.

1.Una Monarquía transparente. No hay razón alguna para que la Corona y la Casa Real no estén sometidas, como institución que recibe recursos públicos, a toda la legislación que favorezca la transparencia y combata las zonas grises, como pretende la futura Ley de Transparencia. Necesitamos una Monarquía que haga de la ejemplaridad cívica su norma de conducta. Esto incluye que los miembros de la familia real hagan públicas sus rentas y patrimonios, así como someterse al control por parte del Tribunal de Cuentas (“supremo órgano fiscalizador de las cuentas y la gestión económica del Estado”). Saber dónde invierten sus patrimonios, qué donaciones personales hacen o qué rendimientos obtienen es necesario y conveniente, más que nunca. Se trata, además, de que sus miembros tengan dedicación exclusiva a su misión institucional. La Monarquía y los negocios privados son incompatibles.

2.Una Monarquía simple y eficaz. Una readecuación de sus estructuras y servicios. Hay que hacer más con menos. La descripción de competencias y servicios de todos los funcionarios y profesionales que trabajan para la institución debe ser pública. Necesitamos una reingeniería de su organigrama, con una mejor orientación a las funciones de servicio público. Todo más sencillo, simple y próximo. Junto con una delimitación exacta y clara de la configuración y atribuciones de los miembros de la familia real.

3.Una Monarquía modesta. Los salarios públicos que se asignen al Rey y al Príncipe no pueden ser superiores a los del presidente de Gobierno. No hay razón alguna para que el jefe del Estado, con todos los gastos pagados, cobre casi cuatro veces más que nuestro presidente. No se comprende lo que no se entiende. Y lo que no parece razonable nunca llega a ser justo, ni a estar justificado. Además, la Casa Real solo paga, de la asignación pública que recibe, a 18 de los 500 funcionarios y empleados que son soportados por las cuentas públicas del Estado.

No hay razón alguna para que el Rey cobre casi cuatro veces más que el jefe del Gobierno

4.Una Monarquía ‘civil’. El jefe de la Casa del Rey debe ser elegido por el Parlamento español y el proceso de selección, evaluación y nombramiento debe ser público y transparente. Se debe reforzar su función ejecutiva y directiva. La Casa del Rey no está al servicio de la familia real, sino del Estado, a quien debe corresponder a través de las Cortes supervisar su funcionamiento, no solo financiar su existencia. Un cambio de óptica radical se impone si queremos erradicar la percepción y la realidad de excepcionalidad, más propia de antiguas pleitesías sometidas que de una moderna cultura democrática.

5.Una Monarquía útil y funcional. La Corona debe tener un estatuto que defina su misión pública de manera ordenada, transparente y valorable. Hay que establecer una fuerte vinculación entre el Parlamento y la Casa Real para el desempeño institucional de la Corona, con planes de actuación claros y precisos que puedan ser debatidos e incluso aprobados en las Cortes. Una rendición de cuentas por objetivos, así como una agenda pública, claramente asociada a los mismos, debería configurar esta dinámica de renovado servicio público.

Un estatuto que permita abordar, con normalizada previsión también, el relevo institucional del jefe del Estado, y que evite la traumática sucesión por razones biológicas. Cuando una institución solo puede cambiar por defunción es una institución extraña, cuando menos. La limitación de edad que tienen otros servidores públicos en nuestro ordenamiento legal bien podría ser una referencia a tener muy en cuenta.

6.Una Monarquía integradora. Finalmente, además de estos cambios instrumentales, la Monarquía debe simbolizar, especialmente, la pluralidad. También de los ciudadanos que preferirían otra forma de Estado, así como otra España. Que la Monarquía parlamentaria esté recogida por la Constitución no significa que solo pueda representar a los ciudadanos que hoy la ratificarían sin reformas ni cambios, por ejemplo. La institución como tal debe reconocer y acoger todas las sensibilidades, incluso a las más refractarias, si quiere encajar su utilidad y su aceptación con la pluralidad y la diversidad de España. Es esta vía, precisamente, la que mejor garantiza la continuidad de nuestro proyecto común: que sea diverso, no uniforme. La defensa de los valores y la cultura democrática es su principal servicio.

En definitiva, estas reformas, y esta renovada misión, pueden contribuir e inspirar otros cambios institucionales que España necesita. El reajuste político debería empezar con una Monarquía de valores, prácticas y funciones más republicanas y cívicas. No es un contrasentido, todo lo contrario: es, quizá, el único sentido posible para esta institución en la sociedad española de hoy.

Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación.

La erosión de la Monarquía
Desvincular la institución de la persona del Rey sería el beneficio más notorio de la transmisión en vida de la Corona. Puede ser el principio de una recuperación de confianza bajo un nuevo titular
SANTOS JULIÁ
2 FEB 2014 - 00:00 CET
EVA
Es lo que tienen las crisis cuando son largas en el tiempo y profundas en el espacio: que enervan y agotan las reservas de moral para enfrentarse a los problemas del presente, destrozan las perspectivas de futuro de toda una generación y, en fin —pero lo más importante para lo que aquí nos ocupa—, llenan de escombros el pasado. El pasado, ese país extraño, fluido y mudable, sometido siempre a los cambios que impone el presente, sufre extrañas convulsiones en tiempos de crisis general: nada de él queda incólume.

Así ocurre con la Monarquía que, como el resto de las instituciones del Estado —excepto la Policía, la Guardia Civil y las Fuerzas Armadas—, ha presenciado en la impotencia la pérdida a chorros de la confianza que en otro tiempo depositaron en ella los españoles, sin que ninguna de las políticas de comunicación —como se llama ahora a lo que siempre fue propaganda— puestas sagazmente en práctica por la Casa del Rey haya dado resultado alguno: la institución mejor valorada, la que merecía mayor confianza y no creaba ningún problema se ha precipitado desde unas alturas situadas en torno a 7,5 sobre 10, habituales hasta 2008, a la hondonada en que, a finales de 2013, apenas superaba el 3, un suspenso inapelable.

¿Por qué esta caída en picado? Lejos de la ola de literatura arbitrista que nos invade desde que estalló la crisis y que tanto gusta de ver un pecado original, una traición, en el pasado como razón y causa de los males del presente, el Rey, que heredaba un poder ilegítimo en su origen, conquistó para la Monarquía la legitimidad, porque en el ejercicio de su función institucional llevó a la práctica lo que del jefe del Estado esperaban las fuerzas de oposición a la dictadura. El principal partido de esa oposición, que fue de lejos el comunista, había planteado ya desde mediados de los años cincuenta la cuestión de la democracia en España desvinculándola de la idea de república para oponerla a la realidad de la dictadura. Hasta tal punto fue así que en una resolución de 1957 el PCE se mostraba dispuesto a aceptar una Lugartenencia del Reino si su titular presidía un Gobierno de coalición que convocara elecciones generales. No cometió Santiago Carrillo ninguna traición a sus orígenes cuando, legalizado su partido por un Gobierno salido de la dictadura, pero dispuesto a caminar a la democracia, resumió en abril de 1977 la sustancia de su política en una frase que será célebre: la opción no era entre monarquía y república, sino entre dictadura y democracia.

La legitimidad que ganó la Corona gracias al Rey sufre ahora por determinadas conductas

Lo era ya desde mucho antes, y no solo para los comunistas. La aceptación tácita de que cualquier proceso de transición democrática se verificaría con un rey o un regente en la jefatura del Estado fue común en los contactos entre la oposición interior y la del exilio desde los encuentros de la Confederación de Fuerzas Monárquicas con el PSOE en 1947 y 1948, y volvería a repetirse en las conversaciones que, bajo el paraguas del Movimiento Europeo, mantuvieron en Múnich socialistas, monárquicos y democristianos en junio de 1962.

Y como la memoria es frágil, no estará de más recordar que, metidos en los años setenta, ninguna de las sucesivas y variadas instancias unitarias de la oposición que por entonces vieron la luz incluyó en respectivos sus programas punto alguno sobre la república: no la mencionó la Assemblea de Catalunya, ni la Junta Democrática; desde luego no la Plataforma de Convergencia, tampoco Coordinación Democrática ni, en fin, la Plataforma de Organismos Democráticos, que centraron sus reivindicaciones en la convocatoria de elecciones como primer paso hacia unas Cortes constituyentes.

Que el Rey y el Gobierno por él nombrado llevaran a cabo una parte sustancial del programa de la oposición explica la especial vinculación que el proceso de legitimación de la Monarquía tuvo con la persona del Rey o más exactamente, con las decisiones tomadas por el Rey y su Gobierno para despejar de obstáculos la transición de la dictadura a la democracia. Es un lugar común decir que, sin ser ni sentirse especialmente monárquica, la mayoría de los ciudadanos fue, al menos, juancarlista. Por parecida razón, y una vez la democracia consolidada, bastaría que la mayoría de la gente dejara de ser o sentirse juancarlista para que pasara de la aceptación tácita de la Monarquía a la desafección o desapego, primer paso de una creciente hostilidad contra la institución, como es perceptible en el constante incremento de banderas republicanas en las manifestaciones de protesta convocadas contra los despropósitos de las políticas gubernamentales en cuestiones tan sensibles como sanidad o educación, desahucios o aborto. Es el peligro principal de la fuerte vinculación en origen de la institución monárquica a la persona del Rey: que la pérdida de confianza en este entrañe la masiva deslegitimación de aquella.

Eso es precisamente lo que venimos presenciando de 2008 a esta parte en un proceso inversamente paralelo al ocurrido en los años setenta: si entonces las decisiones del Rey dotaron de legitimidad a la Monarquía, ahora ha sido la conducta de las personas, no solo del Rey, también de su hija y de su yerno, las que han restado hasta límites que pueden llegar a ser insoportables la confianza en la institución. Y si entonces la legitimidad otorgada a la institución gracias al ejercicio de su función por el Rey volvió irrelevante la cuestión monarquía o república, no es sorprendente que ahora la pérdida de esa confianza en el Rey y en su Casa acabe por infligir una grave herida a la Monarquía y eleve hasta cotas impensables hace cinco años la opción por la república.

No iría contra las esencias de la institución ejercer la titularidad hasta los 75 años

Tomar nota de este proceso y sugerir que tal vez haya llegado la hora de preparar la desvinculación de la persona con la institución es la misma cosa. Lejos quedan los tiempos del origen divino del poder real y nadie cree hoy en la madre naturaleza como norma de conducta: nada es divino y nada es natural. La Monarquía realmente existente está aquí por una convención sellada hace 40 años. No iría contra las esencias de esa institución que la titularidad de la Corona se ejerciera hasta una edad determinada por ley, 75 años por ejemplo, cumplida la cual solo quedaría al Rey preparar la ceremonia de su relevo en la jefatura del Estado.

Hoy, con la esperanza de vida situada en torno a los 80 años, es pertinente recordar que el césar Carlos, rey de Castilla y Aragón y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se retiró a Yuste a la edad de 58 años. Nada obliga a esperar la ceremonia pública en la que el rey, máximo celebrante, se echaba a morir entre negros crespones y el llanto de la corte. Antes de que llegue el trance podría disfrutar durante unos años de la condición de emérito, como el papa que, ese sí, debe su elección a los inescrutables designios de la providencia y, sin embargo, ahí está, tan contento en su retiro.

Lucubraciones vanas, se dirá, pues hasta que la Constitución no lo establezca, el rey es dueño de su propia muerte. Pero a poco que mire más allá, comprenderá el Rey los beneficios que para la institución, y de rechazo para la democracia, se derivarían de la transmisión en vida de la Corona. El más notorio, el que puede ser principio de una recuperación de confianza si bajo un nuevo titular la Monarquía emprende a fondo la tarea de su propia democratización interna, que consiste en desvincular la institución de su propia persona. De otra manera, es muy posible que la desafección hacia la persona, convertida en hostilidad contra la institución, agudice en los próximos años la imparable erosión de la Monarquía.

Santos Juliá es historiador.

Don Felipe será un rey distinto: tendrá la legitimidad dinástica y la democrática”
El expresidente del Consejo de Estado achaca la decisión del Rey al deterioro de su imagen

VERA GUTIÉRREZ CALVO
Madrid 2 JUN 2014 - 18:45 CEST
Francisco Rubio Llorente. BERNARDO PÉREZ
Francisco Rubio Llorente (Berlanga, Badajoz, 1930) fue magistrado y vicepresidente del Tribunal Constitucional, y presidente del Consejo de Estado. Catedrático de Derecho Constitucional, participó como asesor en los debates constitucionales de 1978. Atiende a EL PAÍS por teléfono, poco después de anunciarse la abdicación del Rey.

Pregunta. ¿Se lo esperaba? ¿Cree que este es un buen momento?

Respuesta. No me lo esperaba, pero no me ha sorprendido. Yo no creo que tenga nada que ver con el resultado de las elecciones europeas. Creo que la decisión se debe a razones, por decirlo así, endógenas. El Rey ha tomado su decisión en función de la situación de la Corona, no en función de la situación de los partidos políticos.

P. ¿La situación de la Corona es que cada día está más cuestionada, según las encuestas?

R. Creo que por una parte hay, efectivamente, que la Casa Real ha visto su imagen deteriorada como consecuencia de los escándalos de Urdangarin y de la desafortunada expedición cinegética de hace unos años. Eso por una parte. Por otra, la salud del Rey se ha deteriorado mucho en los últimos tiempos. Él ha hecho un sacrificio importante en estos últimos viajes, operado de las dos caderas. Por tanto veo dos razones: una institucional y otra personal.

P. ¿No ha influido la pérdida de apoyo de los dos grandes partidos, PP y PSOE? ¿Su debilidad podía poner en riesgo en un futuro el consenso a la hora de conducir la sucesión?

R. Sinceramente, creo que no. Es verdad que las últimas elecciones parecen apuntar a una crisis del bipartidismo. Pero, en primer lugar, ese apunte se produce en unas elecciones europeas, que son unas elecciones atípicas. Y, en segundo lugar, aunque se consolidara una disminución del apoyo a esos dos grandes partidos, todavía durante algún tiempo seguirían teniendo el control de la Cámara. No creo que haya influido.

P. ¿Es este un momento inestable para anunciar una abdicación, cuando crecen los partidos de perfil republicano y, por otro lado, con la crisis por el desafío independentista de Cataluña en el horizonte?

R. La cuestión catalana no creo que se vea afectada ni para bien ni para mal por la abdicación. Y que haya un incremento de las fuerzas antimonárquicas en España... Eso más bien podía aconsejar la abdicación, porque la figura del príncipe Felipe, si bien, por una parte, no tiene en su haber el famoso hecho del 23-F, por otra parte es más nueva, se ve más libre de sombras.

P. ¿Esto acelera la reforma constitucional?

R. La reforma para eliminar la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona, yo creo que no. Al contrario: ahora la infanta Leonor va a ser Princesa de Asturias: ya es la heredera. El riesgo de que fuera desplazada por un varón ha desaparecido. Esa reforma sigue siendo necesaria por razones de imagen, pero no por razones prácticas. En cuanto a la otra reforma, la de la organización territorial, que a mi juicio sí es necesaria, no creo que se vea favorecida. Tiene dificultades puramente políticas.

El Rey ha abdicado por la situación de la Corona, no por la de los partidos”

P. ¿Ha sido un error estar casi 40 años con la ley sobre la sucesión a la Corona pendiente? ¿Debería haberse hecho antes?

R. No, no, en absoluto. Yo tengo otra interpretación del artículo 57 de la Constitución. Ese artículo se puede interpretar en el sentido de que hace falta una ley general para prever a priori todas las cuestiones que se produzcan en relación con la sucesión de la Corona; pero se puede interpretar también como que cada problema concreto que se presente en relación con la sucesión tiene que ser resuelto con una ley orgánica ad hoc. Yo me inclino hacia esta segunda fórmula. No tiene mucho sentido, a mi juicio, hacer una ley general sobre la sucesión a la Corona. Ahora se hará una ley para resolver los problemas concretísimos que plantea la abdicación de Don Juan Carlos, que son básicamente ceremoniales y puramente formales. Y ya está.

P. España hoy es muy distinta a la de 1975. ¿Cree que Don Felipe será un rey distinto?

R. Va a ser un rey distinto, en primer lugar, porque recibe la Corona de manos de su padre, cosa que no sucedió con Don Juan Carlos. En segundo lugar, porque ha recibido una educación profundamente distinta. En tercer lugar, porque ha tenido ocasión de entrenarse para ejercer el cargo, cosa que no tuvo su padre. Y en cuarto lugar porque creo que son personalidades bastante distintas.

P. ¿Le da más legitimidad el hecho de recibir la Corona de esta manera, en una democracia, y no como la recibió su padre?

R. Pues yo creo que sí. Esta es una sucesión en una monarquía parlamentaria, en la que la institución monárquica tiene por supuesto la legitimidad dinástica pero tiene, sobre todo, la legitimidad democrática. Eso reafirma su legitimidad, claro.

Nacionalizar la Monarquía
A lo largo de sus casi 39 años de reinado, don Juan Carlos ha intentado que la institución sea vista en España como una parte más del paisaje

FRANCISCO G. BASTERRA
2 JUN 2014 - 16:40 CEST
El Rey se dirige a los españoles por televisión en la noche del golpe del 23-F de 1981
Los reyes mueren en la cama o en el campo de batalla, menos en el siglo XXI, en la nueva sociedad acelerada que se devora a sí misma, de la globalización, el conocimiento y la tecnología. Por encima de todo, el primer mandamiento de un rey es asegurar la continuidad de la Corona en su sucesor, garantizar el tránsito pacífico y estable de una institución que desde el estricto raciocinio resulta difícilmente comprensible. En la mañana soleada del 2 de junio de 2014, 65 años después de llegar a la mísera España de Franco como un bachiller asustado, y casi 39 años después de ser proclamado rey por las Cortes de la dictadura, Juan Carlos I abandona sabiamente la escena.

 Llevaba muchos meses el Rey dándole vueltas a cómo realizar el enganche entre los dos reinados, el suyo y el de Felipe VI, cómo hacerlo de la manera más natural posible sin que produzca terremoto alguno. Hacerlo con naturalidad, con visión histórica, con la idea de afirmar la continuidad de la institución con el objetivo de que los españoles vean el tránsito casi como el orden natural de las cosas, no como un acontecimiento extraordinario. Esto no ha ocurrido así desde hace más de un siglo, cuando Alfonso XIII sucedió a Alfonso XII tras la regencia de la reina madre María Cristina.

Ha mantenido el ámbito del poder moral y ha sabido despedirse a tiempo

Al Rey le ha vuelto a funcionar la intuición, ese instinto especial que define su carácter. Por encima de su deseo, y forzando su voluntad sin duda, don Juan Carlos, consciente de la debilidad institucional por la que atraviesa el país y de las evidentes goteras surgidas en la Corona, pone fin a su reinado. Un reinado inacabado, pero cuyo sorpresivo final mostrará todo su sentido si el juancarlismo bajo el que hemos vivido cuatro décadas asienta y renueva la institución. En el fondo, el Rey ha dado una batalla principal desde 1975: lograr que la Monarquía sea vista en España como parte del paisaje, como ocurre en el Reino Unido. Y se va, a su pesar, sin haberlo logrado. Puede que su acto final de renuncia sirva para salvar la Corona en su sucesor que todavía no ha cumplido 50 años. Que la cadena funda los eslabones; la aceptación de que el futuro es más importante que un presente ya agotado.

Para muchos de los lectores, en papel, de este periódico, que tiene solo un año menos que el reinado de Juan Carlos I, para mí mismo, que asistí a su proclamación el 22 de noviembre de 1975 en el actual Congreso, las últimas cuatro décadas han sido sin duda los mejores 40 años de nuestras vidas. Esta sensación solo ha sido rota por los destrozos de la formidable crisis económica y social que nos ha sacudido a partir de 2008.

Por lo tanto, hemos crecido humana y profesionalmente transitando desde la dictadura, el aislamiento de España, a la democracia, a la apertura al mundo, al cambio rotundo de sociedad bajo la égida de un Rey que no ha gobernado, pero que nos ha acompañado, desde el otro lado del espejo, en esta larga transición del cero al infinito, que hoy muere.

Juan Carlos I supo superar sus defectos de origen: hijo de un Príncipe de Asturias que nunca reinó, don Juan, y nieto de un rey, Alfonso XIII, derrocado por la II República, y heredero de un general que ganó una guerra civil. No lo tenía nada fácil y, contra todo pronóstico, pudo desembarazarse de los principios del Movimiento, que juró, para dar paso a una rápida transición a la democracia que asombró al mundo.

Las luces sobrepasan a las sombras, aunque estas estén próximas

Pilotó el cambio, aprovechando el empuje de la joven vieja guardia que comprendió que después de Franco solo era factible la democracia, y de una oposición débil que admitió enseguida la imposibilidad de una ruptura. Fue un pacto de realismo, una apuesta sensata, no la traición de una izquierda que se bajó los pantalones ante los poderes fácticos, como últimamente se quiere definir esa época a la que debemos todo cuanto somos hoy como país.

Don Juan Carlos inició su reinado muy atado aun por los personajes, resortes y poderes fácticos del franquismo. No pudo, no tenía fuerza suficiente, para designar a su primer jefe de Gobierno y tuvo que tragar durante los primeros seis meses al último primer ministro de Franco, Carlos Arias Navarro, que intentó configurar la monarquía franquista.

A comienzos del verano de 1976, el Rey, harto del ninguneo al que le sometía Arias y viendo que peligraba la monarquía y el futuro democrático, dio un golpe de timón que sería fundamental. Eligió a Adolfo Suárez, una criatura política del Movimiento, fuera este lo que ya fuera entonces, como jefe de su Gobierno. Don Juan Carlos, con Suárez y un enrevesado profesor de Derecho Político procedente también de los establos franquistas, presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, formó el trío que desataría el nudo gordiano del régimen que se resistía a morir.

Llevaba  meses dándole vueltas a cómo enganchar los dos reinados

Actuó con enorme rapidez provocando el haraquiri del régimen franquista, que votó una Ley de Reforma Política que sirvió de abrelatas de la democracia. En rápida sucesión, se produjo la legalización de los partidos políticos prohibidos, de momento no el PCE, de los sindicatos ilegales, comenzaron a volver los exiliados de la contienda civil, se decretó una amplia amnistía política. Se resistieron los militares, y fueron cesados algunos mandos importantes; se desató la presión en la calle, huelgas, manifestaciones, reclamaciones territoriales de autonomía en el País Vasco y Cataluña; el terrorismo de ETA multiplicó sus ataques.

El nuevo régimen pasó momentos muy difíciles y sufrió atentados horrendos: el asesinato de un grupo de abogados laboralistas del PCE, en su despacho de Madrid. La presión de la izquierda logró la convocatoria de unas Cortes Constituyentes, tras las primeras elecciones democráticas de Junio de 1977, ya con la presencia del Partido Comunista de Santiago Carrillo. Se elaboró una Constitución en la que todos cedieron y don Juan Carlos, ya sin poder real alguno, se convirtió en Rey de todos los españoles, algo a lo que se había comprometido desde el día de su proclamación.

La Constitución legitimó jurídicamente a don Juan Carlos y a la Monarquía. Más tarde llegaría su legitimación fáctica cuando afrontó y detuvo en 1981 un breve golpe de Estado de una parte minoritaria del Ejército. Un año después, en el otoño de 1982, el Rey obtuvo el respaldo popular definitivo, cuando el PSOE de Felipe González, se encaramó al poder. La primera vez que un partido de izquierdas gobernaba democráticamente en una Monarquía española. Llegaron luego tiempos de vino y rosas para España: crecimiento económico, importantes cambios sociales; sujeción definitiva de los militares al poder civil, ingreso en la OTAN y en la Comunidad Europea.

Su legitimación fáctica llegó cuando afrontó y detuvo el Golpe de Estado

Volvió la derecha al poder y luego de nuevo los socialistas y, otra vez, los conservadores. Se amplió la familia real, se casaron los hijos. El Rey se confió y quizás incluso comenzó a aburrirse: ya había dado varias veces la vuelta al mundo vendiendo la marca España. Apareció su declive físico, la familia ampliada incurrió en comportamientos inadecuados, incluso presuntamente delictivos. La magia intocada e intocable de la institución comenzó a desvanecerse. La ejemplaridad de la primera familia del país, clave del apoyo que recibía la Corona, comenzó a deteriorarse. La edad y la salud del Rey empeoraron y don Juan Carlos llegó a pedir perdón por alguno de sus comportamientos.

El reinado de Juan Carlos pasará a la historia como uno de los más fructíferos de la Historia de España. Las luces sobrepasan con mucho a las sombras, aunque estas estén más próximas y ahora las recordemos más. El Rey sí ha nacionalizado la Monarquía, como intentó Canalejas con Alfonso XIII, sin lograrlo, “de manera que fuera de ella no quedara ninguna energía estéril”. Ha consolidando la concordia nacional efectiva. Ha mantenido con gran dignidad el ámbito de poder moral y, lo más importante, ha sabido despedirse a tiempo. Ahora provoca una renovación generacional. Tenía 37 años cuando fue proclamado. Con 76 nos dice adiós con dignidad. Larga vida al Rey.
Por qué el rey Felipe VI de España no será coronado
Ignacio de los Reyes
BBC Mundo
18 junio 2014
Proclamación
REUTERS
En España, los monárquicos y curiosos esperan ansiosos el momento en que el Príncipe de Asturias se convertirá en el rey Felipe VI. Pero quien confíe en ver este jueves a un monarca con manto de armiño, trono y corona sobre la cabeza deberá acudir mejor a los cuentos de hadas y princesas.
Y es que en España, a diferencia de otras monarquías, como Reino Unido, el rey no asume la Jefatura del Estado con una solemne coronación, sino con una proclamación mucho menos fastuosa.
En otras palabras: ni Felipe de Borbón tendrá una corona en la cabeza, ni asumirá su nuevo cargo en un Palacio, ni habrá mandatarios extranjeros en la ceremonia.
Su vestimenta será el uniforme de gala del Ejército de Tierra, como máximo responsable de las Fuerzas Armadas del país, sin capas ni mantos.
Y la ceremonia se realizará en el Congreso de los Diputados, en Madrid, frente a los miembros de las cámaras alta y baja reunidos extraordinariamente para la ocasión.
Allí prestará juramento a la Constitución española y será proclamado -no coronado- rey de España.
Como en la proclamación de su padre, Juan Carlos I, en 1975, tanto la corona como el cetro -símbolos de la monarquía española- se mantendrán durante toda la ceremonia sobre un cojín granate bordado en oro.
Sonará el himno del país y Felipe VI pronunciará su primer discurso como jefe del Estado, previsiblemente en las diferentes lenguas cooficiales del país.
Después recorrerá Madrid con la reina Letizia y ofrecerá una recepción en el Palacio Real para las máximas autoridades del país, así como a invitados del mundo de los negocios, la diplomacia o la cultura.
Reyes sin corona
Palacio Real
REUTERS
Los medios ya se encuentran en las inmediaciones del Palacio Real, donde se llevará a cabo una recepción para más de 2.000 invitados.
Hay varias razones que explican este protocolo. La primera es que la actual Constitución española habla precisamente de proclamación.
Esta ceremonia se interpreta como un pacto entre el rey y el reino, como contrapunto a los reinados "por mandato divino" del pasado.
"La coronación, frente a la proclamación, estaba impregnada de referencias simbólicas con claras reminiscencias religiosas", le explica a BBC Mundo el politólogo Juan Carlos Cuevas Lanchares.
"Una 'coronación' apela a la legitimidad dinástica de los monarcas, a su consagración real; a un pasado que vincula a la monarquía con la tradición histórica", dice el profesor de Sistema Político Español e Instituciones Políticas y Estructuras de Decisión de la Universidad Complutense de Madrid.
Históricamente, el último rey en ser coronado frente a los principales estamentos del territorio que hoy conforma España fue Juan I de Castilla, en el siglo XIV.
Desde entonces, los monarcas españoles ascienden al trono con una ceremonia de proclamación.
Esta vez, Felipe no lo hará delante de la Iglesia -será una ceremonia laica- sino ante los representantes del pueblo.
Y tendrá que jurar la Constitución española de 1978, convirtiéndose en el primer monarca en participar en una ceremonia de este tipo.
Su padre, Juan Carlos, fue proclamado tras la muerte del general Francisco Franco, que le había nombrado como sucesor unos años antes.
Juan Carlos, Felipe

En aquella ocasión el príncipe juró lealtad a las Leyes Fundamentales del régimen de facto y los principios del Movimiento Nacional franquista, motivo por el cual todavía muchos sectores de la izquierda del país no reconocen la legitimidad democrática del rey Juan Carlos.
Una joya demasiado grande
Hay además una razón mucho más práctica que explica la ausencia de coronación: la actual corona real española, encargada a un platero por el rey Carlos III en 1775, es tan grande que haría casi imposible ceñirla sobre la cabeza del monarca.
Desde Patrimonio Nacional, la dependencia encargada del cuidado de la corona y el cetro, se explica que esta joya de un kilo de peso tiene más un carácter "simbólico" y que "no se creó para ser colocada en la cabeza".
De hecho, su valor económico "no es excesivamente alto", según la Asociación Española de Tasadores de Alhajas (AETA), que calculó que por los materiales empleados - un kilo de plata y terciopelo- costaría unos US$8.000 en el mercado actual.
A diferencia de otras casas reales, como la británica, que muestra las joyas de la corona en la Torre de Londres, en España los símbolos de la monarquía apenas ven la luz, ya que se conservan en una cámara acorazada del Palacio Real.
La última vez que se exhibieron estos objetos fue en 1980, cuando el rey decidió trasladar los restos de su abuelo, Alfonso XIII, al Panteón Real del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Souvenirs
Austeridad en plena crisis
Hay otro motivo que podría explicar por qué en España no se vivirá una ceremonia como, por ejemplo, la del rey Guillermo de Holanda, quien llegó al trono el año pasado con una espectacular ceremonia en una iglesia, con desfiles en barco e invitados de las casas reales extranjeras.
"Los escándalos sufridos por la Jefatura del Estado en los últimos años obligan a un perfil bajo de la ceremonia que evite, en medio de la profunda crisis económica que vive el país, un mayor cuestionamiento de esta institución", dice Cuevas Lanchares.
En los últimos años la Casa Real se ha enfrentado a numerosos escándalos, desde un accidentado viaje de caza del rey a África en plena crisis hasta la investigación por supuesta corrupción del esposo de la hija del rey, Cristina de Borbón.
"La pompa, el boato, de las bodas regias parece que ha cedido el paso a un modelo de hacer las cosas más acorde con la realidad de España. Se utiliza la frugalidad, aparente, como mecanismo para granjearse la confianza de la ciudadanía", añade.
Mantener el apoyo popular a la corona será precisamente uno de los mayores desafíos para el nuevo monarca a partir de este jueves.
En Madrid se instalará una pantalla gigante para seguir la ceremonia. Y millones de españoles seguirán desde sus casas este evento histórico.
Pero con cifras de desempleo en torno al 25%, familias atrapadas en el pago de sus hipotecas y escándalos de corrupción salpicando todas las esferas del poder, muchos españoles esperarán de Felipe VI menos cuentos de príncipes y más soluciones reales.

Don Juan, el heredero que no pudo reinar
El conde de Barcelona, que murió hace veinte años, tuvo como adversario, e incluso enemigo, a un dictador, Franco. Su gran jugada fue lograr que su hijo se educara en España y presidiera una monarquía parlamentaria

ENRIQUE MORADIELLOS
1 ABR 2013 - 00:00 CEST
Don Juan, el heredero que no pudo reinar
ENRIQUE FLORES
Era descendiente directo de un rey en su calidad de heredero legítimo de Alfonso XIII como tercer hijo varón (sus dos hermanos mayores, Alfonso y Jaime, renunciaron a sus derechos sucesorios por sus taras físicas: ambos eran hemofílicos y el segundo sordomudo). Y era progenitor de otro rey como padre que fue de Juan Carlos I de Borbón y Borbón-Dos Sicilias (su segundo hijo, tras la infanta Pilar y antes de los infantes Alfonso y Margarita). Había nacido en junio de 1913 en San Ildefonso de La Granja y moriría en Pamplona en abril de 1993. Pero en sus 80 años de vida nunca fue rey. Solo conde de Barcelona, titular de los derechos dinásticos de la Corona de España y “pretendiente” frustrado al trono español desde febrero de 1941 (a la muerte de su padre) hasta mayo de 1977 (tras su renuncia a la jefatura de la Casa de Borbón a favor de su hijo). Se llamaba Juan de Borbón y Battenberg.

La extraordinaria circunstancia vital del único titular de la dinastía borbónica española que no pudo reinar es incomprensible sin tener en cuenta la época en la que vivió: nació cuando la España de la Restauración afrontaba los primeros problemas graves de estabilidad política e integración socioeconómica bajo fórmulas liberal-parlamentarias; desplegó su juventud al amparo de una dictadura militar auspiciada por su padre y cuyo fracaso político arrastraría en su caída al propio trono; desde la proclamación de la Segunda República en 1931 se convirtió con 18 años en un exiliado real que habitaría sucesivamente en Gran Bretaña, Francia, Italia, Suiza y Portugal durante el resto de su vida, con breves visitas a España hasta su regreso definitivo en 1982. Y durante ese largo exilio su trayectoria vital fue afectada por los grandes traumas que aquejaron a su país: una república democrática conflictiva entre 1931 y 1936; una cruenta guerra civil internacionalizada entre 1936 y 1939; y una larga dictadura que institucionalizó la victoria del bando liderado por el general Franco desde 1939 y hasta 1975.

Su largo exilio, que empezó a los 18 años, estuvo afectado por los traumas de vivió su país

Si don Juan no fue rey, la razón se halla en esa convulsa historia de España en los decenios centrales del siglo XX, que dieron al traste con una monarquía autoritaria a su inicio y configuraron otra nueva monarquía democrática a su término, previo “salto dinástico” de su persona. Y en ese resultado histórico, el papel de don Juan fue relevante pero no decisorio. Por eso no cabe encontrar las razones de su fracaso personal a la hora de ceñir la corona en la propia personalidad del conde de Barcelona, a pesar de sus virtudes o defectos. Desde luego, era “un Borbón” con lo que eso implicaba: desde su estatura corpulenta hasta su nariz aguileña y prominente cabeza; desde su sentido del deber institucional hasta su trato desinhibido y casi campechano; desde su pasión por los deportes (especialmente acuáticos, a tono con su formación como oficial de Marina) hasta su gusto por la galantería (incluyendo su feliz matrimonio, plenamente voluntario, con su prima, María de las Mercedes); desde su escasa formación cultural inicial (“nunca se nos educó para príncipes”) hasta su creciente capacidad para la maniobra política (fruto más de su dilatada trayectoria vital que de la reflexión intelectual).

En ese resultado histórico, la clave de todo residió en la persona que don Juan, durante la mayor parte de su vida adulta como pretendiente, tuvo como adversario latente y no pocas veces como enemigo abierto: el general Francisco Franco Bahamonde. Sin duda, las relaciones entre el pretendiente y el caudillo fueron vitales para el porvenir de ambos y para la propia España. Pero fueron unas relaciones esencialmente desequilibradas desde el principio y hasta el final.

Las primeras relaciones entre ambos personajes ya dejaban apreciar la muy distinta situación vital de cada uno. Mientras Franco ascendía durante la Guerra Civil los escalones que habrían de llevarle a la condición de supremo dictador vitalicio de España, el tercer hijo de un rey exiliado trataba inútilmente de combatir entre sus filas como soldado raso y anónimo. La negativa de Franco a aceptar su presencia en el frente era sensata y cortés (“la seguridad de vuestra persona no permitiría que pudiérais vivir bajo el sencillo título de oficial”). Pero era también interesada: convertido en el caudillo de un régimen de poder personal, quería “fundar” un “Estado Nuevo” y no “restaurar” una Monarquía ligada al “liberalismo caduco”. Así se lo había dicho al propio Alfonso XIII en 1937 al afirmar que “la nueva Monarquía tendría que ser muy distinta de la que cayó el 14 de abril de 1931” y sería la culminación de “un camino cuya meta presentimos pero que por lo lejana no vislumbramos todavía”. Y, mientras tanto, su Jefatura del Estado carecería de limitación temporal: “Me cupo el deber y el honor en estos momentos históricos de ser el caudillo de la cruzada y en ella he de caer o alcanzar para España la gloria”.

Intentó forzar su regreso criticando la política proalemana del régimen durante parte de la guerra

Entre 1941, tras su conversión en titular de los derechos sucesorios, y hasta 1948, tras su primera entrevista personal con Franco a bordo del yate Azor en la costa cantábrica, las relaciones de don Juan con el caudillo atravesaron diversas coyunturas presididas todas por la progresiva confrontación entre sus respectivas políticas, al compás del despliegue de la II Guerra Mundial hasta 1945 y del inicio de la guerra fría desde esa fecha. A pesar de que Franco aconsejó a don Juan que perseverara en la espera pasiva de su padre respecto al futuro de la restauración monárquica en España, el pretendiente intentó forzar la situación en varios momentos con el pretexto de que el régimen de “interinidad” no ofrecía estabilidad institucional y de que su política exterior proalemana durante la primera fase de la guerra le hacía incompatible con el nuevo orden mundial tras la derrota del Eje. Pero ni siquiera la declaración de “ruptura” con el régimen del manifiesto de Lausana en 1945 hizo mella en la actitud franquista.

Como sospechaban los líderes de las potencias democráticas occidentales, la alternativa monárquica estaba paralizada por su propia desunión entre “juanistas” intransigentes y colaboracionistas, una censura hábilmente explotada por Franco con reiteradas advertencias sobre el peligro de un regreso vengativo de los republicanos y mediante una política de concesiones aparentes (Ley de Cortes, Fuero de los Españoles, Ley de Sucesión). Además, las grandes democracias no tenían ninguna intención de propiciar la desestabilización de España ni querían arriesgarse a la reapertura de la guerra civil en ella por razones obvias. El interés geoestratégico de la península Ibérica para la defensa de Europa occidental, acentuado por las primeras disensiones entre la Unión Soviética y sus antiguos aliados contra el Eje, reforzaba esa política de “no intervención” y aceptación de la pervivencia del franquismo como mal menor e inevitable.

Desmoralizado, don Juan acertó a jugar una carta decisiva en su relación con Franco en 1948: negociar con él que su hijo y heredero, Juan Carlos, fuera educado en España para que no fuera un extraño en su propia patria. Franco aceptó la propuesta porque ya había descartado a don Juan como heredero y el control de la educación de un joven de apenas 10 años permitiría forzar a su padre a “que se resigne a que sea su hijo el que reine” en un futuro muy lejano. Y don Juan la propuso porque “no puedo privar a mi hijo de algo tan preciso para él, que es el Príncipe, como educarse en España”. Y ello aunque esa opción “me hubiera de costar a mí la Corona”, ya que “yo hago dinastía”. Fue un acuerdo de mínimos de alcance histórico crucial. Veinte años después, en el verano de 1968, Franco nombró a Juan Carlos “sucesor a título de rey”. Don Juan esperó casi otros 10 años, hasta estar ya formalmente convocadas las elecciones generales de junio de 1977, para ceder sus derechos dinásticos en quien ya era rey.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.

Así fue el triste destierro de Don Juan de Borbón, el hombre que no pudo reinar
Sin calcular aún que los nuevos vientos internacionales le iban a condenar a un largo exilio, Don Juan viajó a finales de la II Guerra Mundial a Portugal para hacer desde allí su entrada en España

Retrato de Don Juan de Borbón obra de Ricardo Macarrón.

CÉSAR CERVERA - C_Cervera_M
10/12/2016 01:35h - Actualizado: 12/12/2016 03:04h.
Guardado en: España Los papeles de Franco
Siendo el tercer hijo varón de Alfonso XIII, Don Juan de Borbón parecía encaminado a otros menesteres y otros destinos más allá del trono español. No obstante, la renuncia del primogénito, Alfonso, y del segundo hijo, Jaime, quien quedó sordo a los cuatro años de edad, convirtió a Juan en heredero de los derechos dinásticos de la Casa Real Española. Esto sucedió, además, en medio de los años más turbulentos para la Corona. El padre de Don Juan Carlos I no heredó un reino, sino el anhelo de recuperar y reconciliar un país.

La proclamación de la Segunda República sorprendió a Don Juan de Borbón navegando rumbo a Gibraltar en su formación de guardiamarina. Explica Luis María Anson en «Don Juan» (Plaza & Janes), que el joven se compró ropas civiles y se desprendió de su uniforme antes de embarcar hacia Roma y, desde allí, a París. En el exilio, Alfonso XIII reclamó al Rey Jorge V que permitiera que su hijo ingresara en la Escuela Naval de Dartmouth, la academia más exigente del mundo, para proseguir su carrera militar. «Yo soporté 124 azotes en nuevo meses», diría tiempo después el hijo del Monarca, no sin reconocer que «mi honor español se sublevó la primera vez y al terminar le di un puñetazo al que me dio los azotes». La benevolencia del segundo comandante y su arrepentimiento le salvaron de la expulsión.

El pretendiente al trono
Estando en una travesía naval, Don Juan recibió en 1934 la noticia de la renuncia de sus hermanos. Dudó durante 8 días sobre si aceptar la responsabilidad, pero lo hizo al fin por sentido del deber, aunque en ese momento el trono solo suponía un camino de lágrimas. En Malta, el Rey le entregó la placa que acreditaba que era el heredero español.

Con el proceso de radicalización de la II República, su padre y él vieron en la figura de José Sanjurjo, fallecido a las primeras de cambio, al militar que iba a restaurar la Monarquía en España. Don Juan mostró su apoyo hacia el bando encabezado por Francisco Franco durante la Guerra Civil e incluso trató de unirse a sus filas.

Frente al vestigio de la historia que era Alfonso, Franco vio en su hijo una amenaza real.
El 1 de agosto de 1936 cruzó la frontera española con la intención de establecer contacto con la junta de gobierno Nacional de Burgos, pero fue interceptado en el parador de Aranda de Duero y fue instado a volver al exilio. Muerto Sanjurjo, los monárquicos se quedaron en fuera de juego: Franco quería todo el poder para sí mismo.

Alfonso XIII y su hijo vieron el resto del conflicto en Roma asombrados por la brutalidad desplegada. Poco a poco fueron tomando conciencia de que Franco solo era leal a sí mismo y que las peticiones franquistas de que Alfonso XIII abdicara como paso previo para recuperar la Monarquía eran, únicamente, una estrategia para sembrar la discordia entre padre e hijo.

No por consejo del dictador, sino por sus problemas médicos, al fin renunció Alfonso XIII como jefe de la Casa Real de España el 15 de enero de 1941 (apenas un mes antes de su muerte). Así Don Juan se convirtió ya no en un Príncipe en el exilio, sino en un pretendiente al trono en el exilio. El 8 de marzo tomaría como título de señalamiento la dignidad de Conde de Barcelona, propia de los Reyes de España. Frente al vestigio de la historia que había sido Alfonso, Franco vio en su hijo una amenaza real a su poder.

En los planes aliados para derribar a Franco
A finales de 1942, el Conde de Barcelona manifestó por primera vez públicamente su aspiración a ocupar el trono de España. Lo hizo sabiendo que las posibilidades de éxito de su causa pasaban por una victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. Es por ello que el Conde de Barcelona se trasladó de la Roma de Mussolini a la Inglaterra de Churchill, quien estaba dispuesto a apoyar un ataque a las Islas Canarias en caso de que España entrara en la II Guerra Mundial. El objetivo hubiera sido establecer un gobierno paralelo en Canarias con Don Juan como Rey. De Inglaterra se mudó a Suiza, concretamente Lausana, donde vivía su madre la Reina Victoria Eugenia. Alquiló un pequeño chalet allí, Les Rocailles, cerca de Vieille Fontaine.

Don Juan encontró un aliado en Allen Dulles, director de la Agencia de Contraespionaje de EE.UU, mientras que Churchill ordenó a la diplomacia e inteligencia británica que se le facilitara información semanal. Sin duda Inglaterra se fiaba de aquel hombre formado en su academia naval. En 1943, Churchill y Roosevelt se reunieron en Quebec, donde exigieron a Franco que repatriase por completo a la División Azul desplegada en el frente Oriental y que dejara de enviar wolframio a Alemania. Además, los dos líderes decidieron que el sustituto del dictador debía ser Don Juan.

Es en ese momento cuando Don Juan intentó por primera vez trasladarse a Portugal para asistir desde cerca a la caída del franquismo una vez hubiera terminado el conflicto mundial. Sin embargo, las maniobras diplomáticas de Franco hicieron imposible que el Infante pusiera un pie en tierras lusas. La supervivencia del dictador, en cualquier caso, pendía de un hilo.

 Don Juan en el entierro del Infante Don Alfonso en Estoril.
Queriendo probar su compromiso con los aliados, Don Juan participó como miliciano en una operación de abastecimiento para la resistencia italiana. A principios de 1944, sin embargo, quedó claro que los aliados no iban a invadir directamente la península, porque de hecho Josep Stalin se negaba a que el país quedara en la órbita británica. Prefería que la caída de Franco la orquestasen grupos de izquierda y no que, como quería Churchill, fueran los monárquicos quien asumieran el poder. «La política es así y no hay que descorazonarse pero indudablemente nos han sacudido un palo que nos servirá para recordarnos del oportunismo de Gran Bretaña», escribió Don Juan a uno de sus consejeros cercanos el 29 de mayo de ese año.

La Guerra Fría impide la Restauración
En la conferencia de Yalta, el asunto español fue una anécdota menor. El principal avance fue lograr que Stalin aceptara mantenerse al margen y que apenas hiciera ya referencia al gobierno republicano, que se mantenía en el exilio. El padre de Don Juan Carlos mantenía vivas sus esperanzas de recibir ayuda internacional.

Por lo pronto, a cambio de restaurar la monarquía, que debía convocar elecciones libres a su vuelta, los aliados exigieron a Don Juan que realizara un manifiesto en contra del régimen y a favor de recuperar un estado democrático. Una lluvia de telegramas llegó a la residencia suiza del Conde de Barcelona tras el manifiesto de Lausana, con amplio eco internacional pero que ningún periódico, ni siquiera el monárquico ABC, pudo publicar.

En una extraña maniobra, el dictador ofreció a final de la Segunda Guerra Mundial residencia fija en Madrid a Don Juan, así como tratamiento de Príncipe de Asturias
El régimen de Franco iba a quedar aislado internacional varias décadas tras la guerra, pero se salvaría contra todo pronóstico. Entre otras cosas porque Truman, sucesor del fallecido Roosevelt, temía que al instaurar una monarquía débil en España se estuviera exponiendo el país a la llegada de un nuevo Frente Popular al gobierno una vez establecidas unas elecciones libres. Temía, en definitiva, que Stalin saliera ganando con la caída de Franco.

En una extraña maniobra, el dictador ofreció a final de la Segunda Guerra Mundial residencia fija en Madrid a Don Juan, así como tratamiento de Príncipe de Asturias. Él rechazó la oferta, al igual que el coche pagado por el régimen que le estaba esperando cuando aterrizó en Portugal. Sin calcular aún que los nuevos vientos internacionales le iban a condenar a un largo exilio, Don Juan viajó en esas fechas a Portugal para instalarse en Estoril y hacer desde allí su entrada en España más pronto que tarde «Villa Bel Ver» sería la primera residencia de la familia al completo y, ya en 1949, se trasladarían a «Villa Giralda».

La aristocracia e incluso otros linajes europeos convirtieron Estoril en una corte española en el extranjero, siempre envuelta de cierta austeridad dada la compleja situación de la Familia Real. Desde allí Don Juan vería con asombro cómo la comunidad internacional dejó a Franco perpetuarse en el poder. Sin la tutela británica, debió negociar directamente con el dictador para lograr que algún día la monarquía fuera restaurada en España.

El día que el Partido Comunista dijo sí a la Monarquía
La monarquía comenzó a asentarse en 1977, con el apoyo decisivo de los comunistas y de los nacionalistas catalanes y vascos, con un PSOE entonces tácticamente republicano
El día que el Partido Comunista dijo sí a la Monarquía

Juan Carlos I saluda a Santiago Carrillo. (Propias)
ENRIC JULIANA
08/06/2014 01:00 | Actualizado a 09/06/2014 18:48
La restauración monárquica se asentó en España con el apoyo del Partido Comunista, el principal grupo de oposición a la dictadura del general Franco. Este dato, relativamente olvidado, sobre todo por las generaciones que no vivieron la transición y que no tienen la obligación de conocer todos sus detalles, es importante para entender mejor el actual momento. (Las jóvenes generaciones no tienen la obligación de vivir mentalmente en el pasado, todo lo contrario, pero unos manuales escolares más atentos a la historia reciente habrían contribuido a una mejor y mayor cultura cívica).La historia de España del siglo XX es tan compleja como la del XIX, y conviene recordar que hubo  tres vectores fundamentales para la legitimación popular de la monarquía, antes del referéndum constitucional de 1978. Esos tres puntos de apoyo, entonces imprescindibles, fueron los comunistas, los nacionalistas catalanes y los nacionalistas vascos. 

Ciertamente, el Rey disponía de otros importantes apoyos, pero sin esos tres pilares la evolución política del país habría sido muy distinta. Juan Carlos de Borbón era el actor dominante en los primeros compases de la transición. Controlaba el poder ejecutivo y tenía bajos sus órdenes a las Fuerzas Armadas, que le habían jurado lealtad en tanto que sucesor del general Franco. Mandaba mucho, pero su futuro dependía de su capacidad para dar salida a un país aprisionado por las costuras de la dictadura y sediento de libertades: de libertades políticas y de libertades en la esfera personal, como no tardaría en ponerse de manifiesto.

Juan Carlos disponía de los plenos poderes heredados del dictador (hasta la aprobación de la Constitución) y los utilizó, a partir de verano de 1976, para acelerar la implantación de una democracia parlamentaria de corte europeo, desechando las invitaciones a la dictablanda, a un cierto autoritarismo gradualista, o a una democracia con límites, que le planteaban los sectores más inmovilistas del Régimen, sectores empresariales y una importante  potencia extranjera. Deseoso de legitimar la monarquía, Juan Carlos I quiso evitar escenarios que elevasen, aún más, la tensión social existente y le obligasen a encabezar un régimen explícitamente represivo. 

No es ningún secreto que el Gobierno de Estados Unidos, preocupado por el arraigo de los partidos comunistas en la mayoría de los países del Sur de Europa, abogaba por la exclusión de esta fuerza política en el nuevo escenario español. Alarmados por la revolución de Portugal en 1974 (relevante influencia comunista en el Movimiento de las Fuerzas Armadas) y por la evolución de Italia (auge electoral del partido comunista, por encima del 30%), en los cuarteles generales de Washington preocupaba una democratización de España con un partido comunista influyente. La legalización del PCE acabó siendo, por tanto, la piedra de toque de la política española en los meses previos a primeras las elecciones libres desde 1936. 

Para los militares –para la cúpula militar, más exactamente- era un asunto tabú. Los comunistas representaban para ellos la más peligrosa fuerza de vanguardia contra la que habían luchado en la Guerra Civil. El Enemigo. Valga la siguiente anécdota, a modo de ejemplo. En la celebración de la Pascua Militar de 1978, cuando el PCE ya estaba legalizado, el jefe de Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez, hizo una significativa mención al talento militar de algunos jefes comunistas en la Guerra Civil – citó a Enrique Líster y Juan Modesto- y uno de los asistentes, el general de la Guardia Civil Iniesta Cano, se santiguó. Otros altos oficiales murmuraron severos comentarios de protesta. 

Adolfo Suárez acabó deseando la legalización del PCE. Luego veremos por qué. Felipe González, dudaba. Pensaba que la exclusión de los comunistas podía favorecer claramente al PSOE en las urnas, pero también temía los efectos de la exclusión. Los comunistas podían intentar presentarse a las elecciones con otro nombre y con candidatos independientes, sin los líderes en el exilio, y obtener un buen resultado electoral, en tanto que víctimas de una democracia incompleta. Estaba en juego la legitimidad del cambio y el PSOE podía aparecer como la muleta de izquierdas de un régimen con miedo a una parte de la sociedad. Comisiones Obreras era en aquellos momenros una organización social demasiado potente como para dejar al PCE fuera de juego. 

Los partidos comunistas eran fuertes en toda la Europa del Sur. Resistentes clandestinos en Portugal, España y Grecia; partidos de masas en Francia e Italia. El PCE y el PSUC –unidos, pero formalmente diferenciados-, disponían de una organización clandestina más que notable, una significativa influencia en las principales fábricas, en los centros de estudio y en la vida cultural. Junto con el Movimiento (el partido único) y algunas parroquias católicas, el Partido era unos de los lugares donde los jóvenes podían entrar en contacto con la política, con el plus emocional de la clandestinidad. 

El Partido se había convertido en un mito, por méritos propios y por decisión expresa del franquismo. Para reducir la inicial hostilidad de las democracias occidentales, una hostilidad más formal que real, una hostilidad hipócrita en muchos casos, la dictadura española colocó un foco obsesivo sobre los comunistas. Franco ofrecía un doble servicio a Estados Unidos y a sus socios en la OTAN: bases militares y persecución sistemática de los comunistas. Franco, baluarte. Franco, retaguardia de la Guerra Fría, sin necesidad de entrar en la OTAN, ingreso que habría sido vetado por algunos países europeos de fuerte vocación democrática (belgas, holandeses, escandinavos…). 



Esta dialéctica engrandeció a los comunistas ante los sectores de la población más opuestos a la dictadura, hasta convertir al Partido en símbolo principal de la resistencia. Radio España Independiente –la Pirenaica- amplificó ese mito dando voz a la propaganda antifranquista –siempre tremendamente voluntariosa, siempre como sí Franco estuviese a punto de caer-,y radiaba a diario muchas cartas enviadas desde todos los rincones de España con el testimonio de la dureza en la vida cotidiana bajo la dictadura. En muchos pueblos de España, alejados de la gran ciudad y sometidos al autoritarismo más descarnado, la Pirenaica era el único contacto con un relato distinto de la realidad. La familia reunida de noche alrededor de una mesa, escuchando la radio, tapados con una manta, para que los vecinos no oyesen nada. Una emisión entrecortada por los pitidos y ruidos de las señales de interceptación. Un reciente y valioso llibro de Rosario Fontova y Armand Belsebre, titulado 'Las cartas de la Pirenaica', explica muy bien la historia de la emisora comunista. La Pirenaica no emitía desde un lugar perdido de los Pirineos, fue bautizada así para enviar un mensaje de proximidad e incrementar el mito de la clandestinidad. Su primer programa lo emitió desde Moscú el 22 de julio de 1941. En 1955 se traslado a Bucarest, Rumania. A partir de 1960 dispuso de medios técnicos para sortear las señales de interceptación en onda corta, utilizando varias frecuencias. Su última emisión fue la del 14 de julio de 1977, tras la constitución de las Cortes democráticas, con Dolores Ibarruri y Rafael Alberti en la mesa del Congreso. 

Es interesante escuchar la última emisión. El PCE presentaba el cierre de la REI como una “prueba más” de la voluntad de los comunistas de aceptar el nuevo ordenamiento político español. 

Meses antes se habían emitido otras señales. El 16 de abril de 1977, el secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, compareció ante los medios de comunicación en compañía de la plana mayor de su partido, para anunciar que los comunistas aceptaban la bandera roja y gualda como “símbolo del Estado”. El PCE aceptaba plenamente al rey Juan Carlos, apenas unos años antes presentado en la portada de Mundo Obrero, publicación clandestina del partido, como un títere del general Franco.

Aceptación del Rey, reconocimiento explícito de la bandera roja y gualda y cierre de las emisiones de Radio España Independiente. Podríamos decir que este fueron los tributos que pagó el PCE para obtener su legalización, el famoso Sábado Santo de 1977. El 'Sábado Santo Rojo', en el que crujieron algunas de las viga del Estado y un ministro militar, el almirante Pita Da Veiga, titular del Ministerio de la Marina, presentó la dimisión.  Es interesante repasar el orden de los acontecimientos. La legalización se produjo el 9 de abril y la aceptación de la simbología monárquica, el 16 de abril. Adolfo Suárez pidió a Carrillo que cumpliese lo que ambos habían pactado en una reunión secreta mantenida  el 26 de febrero de 1977 en  casa del periodista José María Armero (presidente de la agencia de noticías Europa Press) en la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcón. Una reunión de ocho horas –de las cuatro de la tarde a medianoche- en la que ambos consumieron unos cuantos paquetes de tabaco y en la que se pactó la legalización del PCE a cambio de un reconocimiento explícito de la Monarquía por parte de los comunistas. Un pacto mediante el cual Suárez y Carrillo intentaban erigirse en protagonistas principales de la transición.

Una semana después de la legalización, se reunió el Comité Central del PCE. En esa reunión, Carrillo propuso la aceptación de la figura del Rey y de la bandera española oficial –la bandera vencedora de la Guerra Civil- en los términos pactados con el presidente del Gobierno. Mientras se sucedía el debate, Suárez esperaba al otro lado del teléfono que le confirmasen el cumplimiento del pacto.  La resolución se votó a mano alzada. Sólo hubo once abstenciones, la mayoría de dirigentes vascos y catalanes. La única voz abiertamente discrepante fue la de Joaquim Sempere, miembro de la ejecutiva del PSUC (partido hermanado con el PCE, pero formalmente autónomo), quien planteó que una decisión de aquella envergadura debía ser tomada con más tiempo y discusión. Carrillo tenía entonces toda la autoridad en el PCE. La presencia de todos los miembros del comité ejecutivo en la conferencia de prensa posterior fue significativa. Los principales dirigentes del partido hacían suya la decisión. No hubo fisuras. 

Recuerdo una conversación que mantuve en abril de 1977 con Josep Salas, miembro durante muchos años del aparato clandestino del PSUC, un hombre ya mayor, siempre con una libreta para los apuntes y  fumador empedernido. Le pregunté si el PSUC también exhibiría la bandera roja y gualda española. Me dirigió una mirada glacial y respondió: “Nuestra bandera es la catalana”. 

Suárez quería la legalización del PCE por varios motivos. Es interesante repasarlos ahora. Suárez no se veía a si mismo como el simple artífice de la liquidación jurídica del viejo régimen, sino como el líder de la nueva etapa, un líder con capacidad de atraer votos de centro-izquierda. La legalización del PCE daba amplitud a la transición –legitimidad posteriormente reforzada por el regreso de Josep Tarradellas del exilio y la restauración de la Generalitat de Catalunya-, empujaba a los socialistas a la plena aceptación de la Monarquía, reforzaba la figura de Suárez como hombre capaz para un liderazgo de largo recorrido, e introducía un factor de competición electoral al Partido Socialista, en beneficio de UCD. Con un solo movimiento, Suárez obtenía cuatro triunfos: legitimaba la transición, reforzaba al Rey, aumentaba su capacidad de maniobra y estimulaba la competición electoral en el campo de la izquierda. Cuatro buenas bazas y un inconveniente: los altos mandos militares se sentían traicionados, puesto que en una reunión con el Estado Mayor, Suárez había prometido, meses atrás, que no legalizaría a los comunistas. Nunca se lo perdonaron. 

La legalización del PCE, acompañada de la aceptación de la Monarquía,  acotaba las iniciales ambigüedades del PSOE respecto al sistema monárquico y obligaba a Felipe González a aceptar el calendario de Suárez. González ya no podía jugar con la hipótesis de un rechazo a la convocatoria electoral del 15 de junio. Con la legalización del PCE y el crujir de dientes militar, Suárez se erigía en inequívoco líder del proceso democratizador. El calendario de Suárez también obtuvo el apoyo de Jordi Pujol, que siempre mantuvo buenas relaciones con el PSUC, con el inequívoco deseo de limitar el campo de acción de los socialistas en Catalunya, para así poder fortalecer un catalanismo centrista. (Fiel lector del Corriere della Sera, Pujol seguía con mucha atención la política de compromiso histórico en Italia entre democristianos y comunistas). El Partido Nacionalista Vasco, más distante, también apostó por el calendario de Suárez, rechazando el boicot electoral que proponía ETA ante los comicios del 15 de junio de 1977. 

El Rey aceptó la operación, sabiendo que podía causar estragos en el estamento militar y que la legalización del partido comunista español no haría mucha gracia en Washington. Dos años antes, Juan Carlos había abierto una vía de interlocución con el PCE, a través de Rumania. Su mensajero era su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal. Y el receptor de los mensajes, Nicolae Ceaucescu, máximo dirigente del país –fusilado junto con su esposa, tras la caída del régimen comunista durante las Navidades de 1989- y protector del PCE, puesto que desde Rumania emitía Radio España Independiente. Pocas semanas después de ser proclamado nuevo jefe del Estado, Juan Carlos hizo llegar un mensaje conciliador al PCE. A través de Colón de Carvajal, el nuevo Rey hizo saber a Santiago Carrillo que la democracia sería restaurada en España y que el PCE acabaría siendo legalizado, pidiendo a cambio, paciencia y cese de los ataques a la monarquía en la propaganda comunista. El mensaje fue escuchado con mucha atención y en parte aceptado. Juan Carlos dejó de ser definido como un rey títere en Mundo Obrero y la Pirenaica. El Rey pasó a ser tratado de una manera más aséptica, entre la incredulidad y la expectativa. El PCE deseaba, a toda costa, no ser excluido en la restauración democrática. Una vez aprobada la legalización, el Rey no se reunió de inmediato con Carrillo. Hubo un primer encuentro sin fotógrafos y, al cabo de unos meses, la imagen de ambos saludándose. 

La clave de esta historia es el miedo a la exclusión.  Los comunistas no querían ser excluidos. Esta fue una constante de la estrategia de los partidos comunistas occidentales desde el final de la Segunda Guerra Mundial: no ser excluidos, no ser empujados a la marginalidad, como consecuencia de la nueva gran línea de tensión en el mundo, el enfrentamiento a escala global entre el bloque occidental y el bloque soviético. 

Ese deseo de no ser marginados, estimuló a los comunistas a dar un gran valor a la política de alianzas con otros partidos de oposición democrática, con la consiguiente moderación de sus planteamientos. Esta orientación estratégica explica la declaración a favor de la Reconciliación Nacional, emitida por el Comité Central PCE el mes de junio de 1956, veinte años después del inicio de la Guerra Civil. Un documento cuya matriz inicial corresponde a Dolores Ibarruri, redactado finalmente por Santiago Carrillo, con aportaciones de Jorge Semprún (Federico Sánchez) y Fernando Claudín. Stalin había muerto hacía tres años, Nikita Kruschev intentaba introducir algunos cambios en la URSS y en Roma se eclipsaba el pontificado de Pío XII.  

Presten atención al siguiente párrafo de la declaración: 

En vísperas del XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España se dirige a todas las fuerzas políticas llamándolas a deponer los odios y el espíritu de venganza y a tenderse la mano para emprender la tarea de sacar a España de la difícil situación en que se halla.

Una parte de esas formaciones, por el peso que ejercen aún dentro de la actual situación –y nos referimos particularmente a demócratas cristianos y monárquicos– podrían impulsar grandemente la reconciliación de los españoles, tratando de conseguir una verdadera amnistía que cancele todas las causas judiciales de la guerra y del período posterior. 

Atención a este otro: 

El Partido Comunista estima que la desaparición de la dictadura del general Franco y el restablecimiento de las libertades democráticas, dando la posibilidad al pueblo de expresar su voluntad en elecciones libres, debe ser en esta etapa el objetivo fundamental de todas las fuerzas nacionales y democráticas; considera que ese objetivo puede alcanzarse sin guerra civil y sin violencia, por medio de la acción unida de las masas populares y de los más amplios sectores sociales y políticos de la nación y del Estado. 

Y los párrafos finales de la declaración: 

El Partido Comunista está dispuesto a colaborar con todas las fuerzas que mantengan una actitud favorable a propiciar todo lo que signifique un paso adelante en la democratización de España, en la supresión de la dictadura. 

El Partido Comunista considera que aun antes de la desaparición de la dictadura es posible obtener resultados parciales en la aplicación de las medidas que se proponen en este documento, tanto en lo que se refiere a la política interior, como a la política exterior y a las reivindicaciones económicas. 

El Partido Comunista apoyará a cualquier gobierno que dé pasos efectivos hacia la realización de una política de mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo, de paz, independencia nacional y restablecimiento de las libertades democráticas. 

Esta declaración es un hito importante en la historia contemporánea de España y explica rasgos fundamentales de la transición, veinte años antes de que esta se produjese. El PCE era el primer partido del bando derrotado en la Guerra Civil en hacer un llamamiento a los vencedores disidentes, en pos de una superación pacífica de la dictadura. En todo el documento no aparece ninguna mención al restablecimiento de la República como exigencia  para la recuperación de la democracia en España. Contemporáneamente, el PSOE de Indalecio Prieto lanzaba la política de "solidaridad nacional'. El PSOE seguía lamiendo sus heridas en el exilio, dividido entre los seguidores Prieto y los de Juan Negrín. Un partido traumatizado por el trágico final de la guerra en Madrid, donde una facción socialista dio apoyo al levantamiento del coronel Segismundo Casado contra las tropas republicanas fieles a Negrín, con el propósito de aislar a los comunistas y negociar una rendición honorable con Franco. 

El dirigente socialista Julián Besteiro, un buen hombre, actuó de portavoz de los insurrectos de Casado. Los enfrentamientos fueron terribles, hubo más de dos mil muertos en los choques entre distintas unidades militares republicanas en Madrid -en comparación, los Fets de Maig de 1937 en Barcelona podrían considerarse una pelea de barrio-, y una vez concluida la tragedia, se oyó la voz gélida de Franco: ¡Rendición incondicional!

Casado pudo huir. Besteiro quiso quedarse y murió en la cárcel de Carmona. El PSOE marchó al exilio humillado, trágicamente dividido y envuelto en la bandera republicana. En 1956, los comunistas tenían mayor capacidad de elaboración política. A partir de ese año, en ningún documento del PCE el restablecimiento de la República aparecerá como objetivo político inmediato. Poco a poco se irá formulando la siguiente propuesta: Gobierno provisional y referéndum para decidir la forma de Estado. Entre 1976 y 1977, el PCE toma nota del éxito del referéndum suarista sobre la Ley de Reforma Política y difumina, aún más, la cuestión republicana, hasta hacerla invisible. El dilema es democracia o dictadura. En Mundo Obrero, Carrillo ya lo había avanzado en 1974, en un artículo titulado Al búnker o a la libertad, cuya lectura, previa consulta en el archivo histórico del PCE, un archivo muy valioso y muy bien gestionado, recomiendo.

El PCE de los años setenta no quería ser una formación subalterna en un nuevo escenario de democracia. Ambicionaba incluso jugar el papel del Partido Socialista, cuyo futuro no estaba nada claro, puesto que la figura de Felipe González no emergió hasta 1975, apoyado activamente por la socialdemocracia alemana, alarmada por los acontecimientos de Portugal y el auge del PCI en Italia. 

La reunión del Comité Central del PCE celebrado en Roma en 1976, bajo la protección de los comunistas italianos, marco el punto álgido de aquella política temperada. En aquel tiempo, Ramón Tamames propuso a Carrillo que el PCE cambiase de nombre y pasase a denominarse Partido Laborista, con el objetivo de ganar las primeras elecciones democráticas. (Ramón Tamames, Más que unas memorias). Carrillo, irónico, le dijo que era una buena idea, pero que todavía no era el momento. 

Una vez legalizado el PCE obtuvo unos resultados electorales menores de lo esperado, por él mismo y por sus adversarios. Un resultado modesto:  1,1 millones de votos, el 6,3 % del voto emitido en toda España (sin contar  Catalunya), 12 diputados y un senador. Un saldo electoral en buena medida salvado por los apreciables resultados del PSU en Catalunya (558.000 votos, 18,3%, y ocho diputados). Casi la mitad de los diputados comunistas provenían de Catalunya, especialmente del área metropolitana de Barcelona. La sociedad española de finales de los setenta agradeció al PCE los servicios prestados, pero prefirió dejar a la izquierda en manos de los nuevos socialistas europeizantes, más jóvenes, verbalmente más radicales, totalmente desvinculados de la Guerra Civil y del exilio, sin corbata y bajo la protección explícita de la socialdemocracia alemana, con el placet de Estados Unidos. Los nuevos socialistas, programáticamente ambiguos, retóricamente radicales, tácticamente astutos e ideológicamente  versátiles, no se monarquizaron plenamente hasta 1978, al pactarse la Constitución.

Es interesante recordar ahora cual fue el comportamiento del PSOE aquellos años respecto a la Monarquía. Un comportamiento esquinado, táctico y expectante. Cuando el consenso sobre la monarquía parlamentaria ya había quedado establecido en la ponencia que redactaba la nueva Constitución, el PSOE se permitió el lujo de abstenerse. Argucias de Felipe González y del grupo dirigente sevillano. El PSOE estaba fundamentalmente de acuerdo con el párrafo tercero del articulo primero de la nueva Constitución, que establece la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado español, pero se abstenía en la votación de ese artículo en concreto, para después aprobar la Constitución en su conjunto. El diputado socialista Luis Gómez Llorente defendió un voto particular contra la Monarquía. UCD, los  comunistas (PCE y PSUC) y Minoría Catalana, más Alianza Popular, hicieron frente común en la defensa de la Monarquía parlamentaria. El PNV se abstuvo en aquella votación. Especialmente enérgica fue la intervención de Jordi Solé-Tura, ponente constitucional de los comunistas. Solé-Tura insistió en que la línea divisoria principal estaba entre la democracia y sus enemigos y añadió que "querer la República, hoy, con todas sus consecuencias, significa luchar por derrocar la Monarquía".

El PSOE no quería derribar la Monarquía; quería ampliar su espacio electoral a costa de los comunistas pragmáticos. Una de las directrices del nuevo grupo dirigente socialista era evitar que en España se repitiese la situación de Italia: una izquierda bajo dirección política comunista.El PSOE consumó ese objetivo a lomos de dos falsas promesas en la campaña para las elecciones legislativas de 1982: la ambigua promesa de abandonar la OTAN ('OTAN, de entrada, no') y el compromiso de crear 800.000 puestos de trabajo en pocos años. Obtuvo la mayoría absoluta y el referéndum sobre la OTAN dibujó dramáticas líneas de ruptura en la izquierda española, que aún perduran.

Volvemos al principio. Sin el apoyo del PCE-PSUC y de la Minoría Catalana a la solución juancarlista, díficilmente el PSOE podría haber ejecutado aquel ejercicio circense, que hoy, mucho tiempo después, cobra un especial significado.  

Treinta y siete años después, los nietos del PCE, personificados en dos nuevos dirigentes políticos de poco más de treinta años, Pablo Iglesias (Podemos) y Alberto Garzón (Izquierda Unida), ambos formados en la Unión de Juventudes Comunistas, lideran intelectualmente una pulsión republicana que parece estar ganando cierto peso en la sociedad. Garzón propone explícitamente una III República, e Iglesias habla de republicanismo sin muchas referencias a la bandera tricolor. Un republicanismo que está encontrando ecos en algunas federaciones del PSOE, tras la reciente y significativa abdicación del rey Juan Carlos. Pero eso ya es otra historia.
La Monarquía parlamentaria, aprobada con la abstención de los socialistas
EL PAÍS
12 MAY 1978

Con la abstención de los socialistas, todos los grupos parlamentarios que integran la Comisión Constitucional (UCD, Alianza Popular, comunistas, Minoría Catalana y PNV) aprobaron ayer el párrafo tercero del artículo primero del anteproyecto de Constitución, que establece la Monarquía parlamentaria como forma política del Estado español.

La serenidad, la racionalidad y la altura política del debate hizo superfluas, como el presidente de la Comisión, Emilio Attard admitió una vez finalizado aquél, su recomendación de que se observase la «delicadeza obligada a las instituciones objeto del debate, sin merma de la necesaria libertad de la discusión».El Grupo Socialista, a través del diputado Luis Gómez Llorente, defendió su voto particular contra la Monarquía como forma política del Estado no sólo por razones teóricas, sino también históricas. Sin embargo, los socialistas dejaron abierto el camino para su actuación bajo la Monarquía, al manifestar que su posición no pretendía fragilizar el nuevo régimen, al mismo tiempo que matizaban su actitud «en tanto en cuanto pueden albergar razonables esperanzas en que sean compatibles la Corona y la Democracia».

UCD, Alianza Popular, Minoría Catalana y comunistas hicieron causa común contra el voto particular socialista y éste fue derrotado por veintidós votos en contra, trece a favor (sólo los socialistas) y una abstención (PNV). Alianza Popular votó «a favor de la Monarquía porque «somos sinceramente monárquicos», según afirmó uno de sus miembros. UCD, por su parte, pareció insistir en el aspecto funcional de la forma monárquica para una democracia moderna, mientras que comunistas y PNV, condicionaron su aceptación de la Monarquía a que ésta respete la Constitución y la soberanía popular, según los primeros, y si cumple su papel histórico de ser garantía de los derechos de los pueblos de España, según los segundos.

Estos últimos, a través del diputado y ponente Jordi Solé-Turá, se defendieron con energía de los implícitos aunque claros ataques socialistas a su actitud actual ante la Monarquía, poniendo de relieve que el referéndum sobre la forma de Gobierno previo a la Constitución que ellos propugnaban no se ha podido llevar a cabo, porque las condiciones rupturistas del cambio no se han producido «por carencias de la propia oposición democrática». En algún momento el diputado comunista pasó al contraataque al afirmar que «querer la República hoy, con todas sus consecuencias, significa luchar por derrocar la Monarquía». Tras afirmar que la línea divisoria fundamental en estos momentos pasa entre enemigos y partidarios de la democracia, el señor Solé-Turá dijo que «si queremos que funcione esta democracia deben adherirse a ella fuerzas institucionales a través de la Monarquía».

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de mayo de 1978

Derrotada la enmienda republicana de Heribert Barrera
EL PAÍS
12 MAY 1978
Además del voto particular socialista a la Monarquía parlamentana, como forma política del Estado español, ayer se debatieron en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de Diputados dos enmiendas, una del diputado de Ezquerrá Republicana de Catalunya Heribert Barrera, y otra del diputado de Euskadiko Ezkerra Francisco Letamendía, ésta prácticamente igual al voto particular socialista, en las que se ponía en discusión este tema. Ambas fueron derrotadas por veintidós votos en contra UCD), comunistas, Alianza Popular, Minoría Catalana), ninguno a favor, y catorce abstenciones (socialistas y PNV).Otro debate, de distinto contenido que el anterior, aunque sobre el mismo apartado tercero del artículo primero del anteproyecto constitucional, se planteó con motivo de las enmiendas planteadas por los diputados Hipólito Gómez de las Roces, del Grupo Mixto, y Laureano López Rodó, de Alianza Popular; la primera, tendente a sustituir el término parlamentaria por constitucional, referido a la Monarquía, y la segunda, propugnando la pura y simple supresión del término citado en primer lugar, por entender que la Monarquía no se pueda adjetivar. Ambas fueron también derrotadas por veinte votos en contra, dos a favor y catorce abstenciones.

AP: Monarquía limitada

Alianza Popular alegó en su enmienda que la Monarquía actual se diferencia de la antigua, no en cuanto que es parlamentaria, sino en cuanto que está limitada por el propio mecanismo constitucional.

En nombre de UCD, el diputado Oscar Alzaga, defendió el texto de la ponencia, en base a que el término parlamentaria, adjetivando a la Monarquía, está bien acuñado e implantado. La Monarquía parlamentaria, dijo, representa el último estadio de las formas monárquicas de Gobierno.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de mayo de 1978
"Si democráticamente se establece la Monarquía, nos consideramos compatibles con ella"
EL PAÍS
12 MAY 1978
Luis Gómez Llorente (socialista). Cumple a este diputado el honor de mantener el voto particular del Grupo Socialista al párrafo tercero del artículo primero del anteproyecto de Constitución, por el que se defiende la República como forma de Gobierno. Al asumir el Parlamento la expresión de la soberanía del pueblo y proceder a elaborar la nueva Constitución, los socialistas asumimos la obligación de replantear todas las instituciones básicas de nuestro sistema político, incluso la forma política del Estado y la figura del jefe del Estado. Sería del todo punto incompatible con la soberanía que por delegación del pueblo ostentan las Cortes constituyentes que ninguna institución se hurtara a sus facultades.No se trata de aceptar la Monarquía meramente por una cuestión de hecho. Allá los partidos que reclamándose de la izquierda piensan que algo tan trascendente y duradero como la forma política del Estado puede darse por válida merced a razones puramente coyunturales, a pactos ocasionales o a gratitudes momentáneas. La actitud de los socialistas ante la institución monárquica es más serena, más de principios, probablemente más sincera.

No ocultamos nuestra preferencia republicana, incluso aquí y ahora, pero sobrados ejemplos hay de que el socialismo es la oposición, y en el poder no es incompatible con la Monarquía, cuando esta institución respeta a la soberanía popular. Somos consciente que en estas Cortes vamos a ser minoritarios en este punto, pero mantenemos el voto particular por honradez, por lealtad a nuestro electorado,

No pretendemos fragilizar el nuevo régimen, ni por nuestra actitud quedará en precario ninguna de sus instituciones, pero entendemos que la forma republicana del Estado es más racional y acorde bajo el prisma de los principios democráticos. No somos republicanos por razones teóricas, sino porque en España la libertad y la democracia llegaron a tener un solo nombre: República, mientras que la Monarquía no tuvo inconveniente, llegado el caso, de violar la Constitución y de acudir a la dictadura. El PSOE se hizo republicano cuando no hubo otra forma que la República para asegurar la soberanía popular. Nosotros, sin embargo, aceptaremos lo que resulte en este punto del debate constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto y acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella.

José Pedro Pérez Llorca (UCD). Tanto el término Monarquía como el de República permanecen, pero se aplican a instituciones distintas en el tiempo y en el espacio. Actualmente no hay contradicción entre Monarquía y democracia. Hoy, la Monarquía, como forma organizativa de la jefatura del Estado, constituye la fórmula más adecuada para un sistema democrático moderno. Además, ninguna contradicción presenta la institución monárquica en relación con los cinco grandes temas de la Constitución que estamos debatiendo: soberanía del pueblo; reconocimiento y garantías de los derechos fundamentales de la persona humana; organización territorial de España; forma de elección del Gobierno, y funcionamiento del Tribunal Constitucional. La existencia de la institución monárquica, cuya esencia nada tiene que ver con el absolutismo, no representa ningún obstáculo y sí tiene generalmente ventajas para el funcionamiento de las instituciones democráticas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 12 de mayo de 1978
Adolfo Suárez no sometió a referéndum la monarquía porque las encuestas le dijeron que perdería

En una entrevista inédita al expresidente en 1995, que desvela este viernes La Sexta Columna, Suárez confiesa que incluyó la palabra rey y monarquía en la Ley de la Reforma Política de 1977 para no tener que hacer la consulta
Según Suárez, era Felipe González quien pedía el referéndum sobre la monarquía
eldiario.es   
18/11/2016 - 14:21h

¿Por qué no hubo referéndum sobre monarquía o república durante la transición? Esta consulta estuvo encima de la mesa, la exigían los países extranjeros, pero se desechó. En una entrevista no conocida de la periodista Victoria Prego en 1995 al expresidente del Gobierno Adolfo Suárez, Suárez responde a esta pregunta. Esta noche, La Sexta Columna hace pública por primera vez esta confesión inédita. 

Adolfo Suárez asegura, en la entrevista en Antena 3, que los Gobiernos extranjeros pedían una consulta sobre monarquía o república instigados por Felipe González: "Era Felipe el que estaba pidiendo a los otros que lo pidieran". Suárez le confiesa a Victoria Prego, pensando que no está siendo grabado, que el Estado hizo encuestas y el resultado era que monarquía perdía. 

"Cuando la mayor parte de los jefes de Gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república..., hacíamos encuestas y perdíamos", admite el expresidente fallecido en marzo de 2014. La solución para que esta consulta no se realizara fue meter "la palabra rey y la palabra monarquía en la ley" de la Reforma Política de 1977. De esta manera, "dije que había sido sometido a referéndum ya", explica. Poniendo  monarquía en la ley, se aseguró la permanencia de la institución. 

El vídeo que abre el artículo es un avance de lo que emitirá este viernes el programa 'La Sexta Columna' de La Sexta a partir de las 21.30h.
Adolfo Suárez, el referéndum frustrado y la monarquía precocinada

En una entrevista inédita al expresidente en 1995, que ha desvelado 'La Sexta Columna', Suárez confiesa que no sometió a referéndum la monarquía porque las encuestas le dijeron que perdería
Juan Carlos pasó de ser heredero del dictador tras haber jurado los principios fundamentales del régimen a rey de una monarquía parlamentaria
El estrecho camino por el que transitó España desde el franquismo, tutelado por las élites, cerraba el paso a veleidades republicanas
Andrés Gil   
21/11/2016 - 20:51h

El rey y Suárez en una reunión de la Junta de Defensa del Alto Estado Mayor el 24 de febrero de 1981. MANUEL H. DE LEÓN / EFE
Adolfo Suárez no sometió a referéndum la monarquía porque las encuestas le dijeron que perdería
Pablo Iglesias, sobre la confesión de Adolfo Suárez: "Reconoce una cosa que todos sabíamos pero escucharlo es tremendo"
El espíritu de la Transición resucita con las negociaciones para formar Gobierno
¿Referéndum sobre monarquía en la Transición? Adolfo Suárez reconoció en 1995, en una entrevista recientemente emitida por La Sexta Columna, que lo descartaron por las encuestas. Pero lo cierto es que fue una idea que nunca tuvo cabida en el estrecho margen diseñado por las élites que tutelaron el tránsito desde la dictadura.

¿Por qué? Porque el sistema de la Transición son élites pactando. Repartiéndose cargos, instituciones y prebendas. Puertas giratorias entre la política y la empresa. Partidos blindados, cuyas direcciones eligen diputados, alcaldes, consejeros de empresas públicas y el gobierno de los jueces. Y todo ello coronado por un rey que juró los principios fundamentales del régimen franquista, que se apuntó a la democracia cuando murió el dictador y que se dio un baño de legitimidad en el 23F.

Si Juan Carlos fue ungido por el dictador, el presidente, Adolfo Suárez, exsecretario del Movimiento, lo fue por el monarca. Y la Constitución, a su vez, por siete padres –todos hombres–, si bien fue tejida entre bambalinas por los números dos de UCD y el PSOE, Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra.

El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez (i) conversa con el secretario general del PSOE, Felipe González, momentos antes de la entrevista que mantuvieron en el Palacio de la Moncloa de Madrid. 27/06/1977. EFE/fs 
El presidente del Gobierno, Adolfo Suárez (i) conversa con el secretario general del PSOE, Felipe González, momentos antes de la entrevista que mantuvieron en el Palacio de la Moncloa de Madrid. 27/06/1977. EFE
El patio de la política era tan reducido como lo eran sus camarillas, con un terreno de juego de notables limitado, siempre ante la atenta mirada de los Estados Unidos de Jimmy Carter y la Alemania de Willy Brandt y Helmut Schmidt. Los actores podían contarse con los dedos de las manos. Ese terreno tan reducido cerraba el paso a veleidades republicanas.

Debate constitucional

Eran tiempos en los que el PSOE de Felipe González cantaba en sus mítines "España, mañana, será republicana", y en los que el PCE eurocomunista de Santiago Carrillo cambiaba la tricolor por "Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía".

Tan así era, que en el debate parlamentario de mayo de 1978 sobre el proyecto de Constitución, el socialista Luis Gómez Llorente defendía el voto particular del PSOE al párrafo tercero del artículo 1º del anteproyecto de Constitución: "Por el que defendemos la República como forma de Gobierno".

La intervención de Jordi Solé Tura, entonces diputado comunista del PSUC, expresaba así su posición, más tibia que la socialista entonces: "Nuestro voto obedece a una apreciación del contexto político en que hemos elaborado el proyecto, y en que estamos elaborando la Constitución. Desde el punto de vista de los principios generales somos, lo hemos dicho, lo decimos y así figura en nuestro programa, partidarios de la República, como también somos partidarios de la República Federal [...]. Pero, pese a esto, hemos votado a favor de la institucionalización de la monarquía parlamentaria porque estamos en el momento en que estamos y porque estamos haciendo la Constitución, ésta y no otra, en la actual coyuntura política del país".

Fue la reforma, en lugar de la ruptura. Fue la reconciliación amnésica plasmada en un texto constitucional que instauraba una monarquía parlamentaria que preponderaba los partidos mayoritarios a través de la circunscripción electoral provincial, a los que situaba en el centro de la política, y que enterraba los crímenes del franquismo.

La izquierda organizada, el PCE, optó por su dirección del exilio en lugar de la del interior, y la derecha venía del franquismo. En la memoria estaba vívida la Guerra Civil, la dictadura de Primo de Rivera, las guerras carlistas del siglo XIX, los vaivenes constitucionales desde la primera Carta Magna, la de 1812. ETA mataba un día sí y otro también, y la extrema derecha sembraba el terror, y la muerte, como la de los abogados de Atocha.

La Constitución de 1978 responde a 1978. Y, por encima de todos, el rey.

Derecho de admisión político

Los despachos en Zarzuela, las visitas estivales a Marivent, los pactos bajo cuerda, la política de unos pocos con el consenso como valor supremo, lo que se decide institucionalmente qué es y no es política. Si a alguien iba destinado el "no nos representan" es a ellos, a los políticos y partidos que participaban en este juego con el derecho de admisión reservado.

El Rey ha recibido por separado a González, Aznar y Zapatero, según ABC
El rey Juan Carlos,con los expresidentes Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero, José María Aznar, y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, en enero de 2012. EFE
La abdicación de Juan Carlos, pactada hace dos años en tiempo y forma entre el rey, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el entonces secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba, fue el penúltimo episodio, el enésimo "atado y bien atado", en el que un PSOE en mínimos electorales históricos apuntalaba de nuevo el edificio tambaleante de la Transición, con todo lo que representa. Como hizo en agosto de 2011, sellando con el PP una reforma constitucional exprés para limitar el tope de gasto público, y como ha vuelto a hacer el 29 de octubre al hacer presidente a Mariano Rajoy, golpe palaciego mediante.

Harakiri de las Cortes franquistas para aprobar la ley de reforma política. Fin de 40 años de dictadura. Pactos de La Moncloa. Violencia. Padres de la Constitución redactando la Carta Magna. Consensos. El rey repartiendo juego. Reconciliación. Reforma y no ruptura. Y la configuración de un sistema de relaciones políticas y sociales, con los partidos como principales instrumentos de la acción política.

Cultura de la Transición

Todo ese concepto de cómo hacer política, entender las instituciones y su relación con la sociedad fue definido por el escritor y periodista  Guillem Martínez como CT o Cultura de la Transición. Y el 15M, en buena medida, era una impugnación a esa CT: puede haber política fuera de los partidos, puede haber política fuera de las instituciones, puede haber cultura fuera de los cauces oficiales. Y no sólo eso, precisamente mucho de lo que rodeaba aquel entramado intelectual, político y económico fue señalado como responsable de la crisis económica, del incremento de la desigualdad, de la corrupción. Lo hicieron la PAH, las mareas, los comunes urbanos, 15MpaRato...

Antonio Hernando felicita a Mariano Rajoy tras ser investido presidente del Gobierno. | Foto de Marta Jara
Antonio Hernando felicita a Mariano Rajoy tras ser investido presidente del Gobierno. MARTA JARA
La investidura de Rajoy –y todo el proceso previo– ha resucitado ese espíritu de hace 40 años. Todo vuelve a girar alrededor de los partidos y el Congreso –no ya las plazas y la sociedad civil–, con "los medios hipnotizados y obsesionados por el teatrillo político de la representación", según describe el editor y activista Amador Fernández-Savater: "La CT es la política de palacio y el periodismo que solo enfoca al palacio".

Y el palacio es la institución, el Congreso, donde se sellan los pactos entre los representantes, y vuelve el eje izquierda-derecha, y las luces y alfombras amenazan con hechizar a los nuevos inquilinos.

El espíritu de la Transición o CT, que pareció tambalearse a raíz del 15M, está recuperando vigor tras la investidura de Rajoy. Y no sólo porque las principales voces, 40 años después, siguen siendo masculinas. Quizá porque el edificio no era tan fácil de desmoronar como parecía.

O quizá porque, en unos tiempos en los que el relato de las cosas es fundamental, aún conserva prestigio en el imaginario colectivo –y da réditos– el juego de partidos en la institución donde se dice anteponer "lo que une por encima de lo que separa".

Ahora, PP y PSOE, únicos representantes del modelo nacido en 1978, rondan el 50% de apoyo electoral. Y Unidos Podemos y las confluencias superan el 20%, expresando una clara contestación al bipartidismo y al régimen instalado en los últimos 36 años.

Eso sí, 2016 no es 1978: ahora España no sale de una dictadura que nació de una Guerra Civil; no hay violencia de ETA ni de la extrema derecha –en enero se cumplen 40 años de la matanza de Atocha–; y la sociedad es otra, sí, pero sigue sin atisbarse en el horizonte un referéndum sobre la monarquía. Igual que en 1978.

La Carta Magna y la Monarquía

MANUEL CONTHE
07/12/2016 03:02
Soy poco sagaz, pero siempre di por sentado que Adolfo Suárez había hecho, de forma consciente, lo que ahora hemos sabido que le dijo en 1995 off the record a Victoria Prego: incrustar la Monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978 y someter ésta como un todo a referéndum, sin uno separado sobre aquélla. Suárez se valió, pues, de la técnica del paquete -esto es, someter varias cuestiones distintas a una votación única, obligando a los votantes a aceptar o rechazar la propuesta conjunta, sin permitirles pronunciarse sobre sus elementos-, una técnica política que, a menudo criticable, puede en ocasiones resultar socialmente útil. Uno de sus más acerbos críticos fue Moisés Ostrogorski, tratadista de origen ruso afincado en París, quien en La democracia y la organización de los partidos políticos (1902) se opuso a que los partidos hiciesen de "contratistas generales para abordar los numerosos y variados problemas presentes y futuros". Preconizaba que los ciudadanos "en vez de dar su apoyo global a una organización para que afronte todos los problemas que puedan surgir, decidan sobre cada una de las cuestiones que dividen a la opinión pública". Era, pues, necesario, sustituir los partidos políticos -organizaciones estables y pluritemáticas- por un sistema de asociaciones temporales y monotemáticas (ligas). Es cierto que forzar a los votantes a votar sobre una propuesta compleja suscita el conocido riesgo de que quien la elabore agrupe maliciosamente ideas que conciten el entusiasmo general con otras nocivas, que serían rechazadas si fueran objeto de votación separada, pero que quedarán aprobadas indirectamente como parte del paquete. En la práctica legislativa en los Estados Unidos esos postizos legislativos o propuestas parasitarias se denominan riders. Como explica Michael Gilbert en Single-Subject Rules and the Legislative Process, uno célebre se aprobó en Georgia en 1795, cuando en una teórica "Ley para el pago de atrasos a las tropas" se enmascaró una transferencia de tierras públicas a empresas de varios diputados. Por eso, las constituciones de varios Estados contienen una llamada single-subject rule (regla del tema único) que prohíbe que se someta a votación -en referéndum o en la Asamblea Legislativa- cualquier iniciativa o medida que abarque más de un asunto.Pero hay casos en que la agrupación de asuntos distintos en un paquete único puede permitir que se apruebe un conjunto de medidas favorable en su conjunto para los votantes, a pesar de que ninguna de ellas resultaría aprobada si se votaran de forma separada. Esa posibilidad puede resumirse de la siguiente manera: Tres votantes deben decidir si aprueban o rechazan tres posibles iniciativas. Cada votante tiene mucho interés en que se apruebe una de ellas, pero es moderadamente contrario a las otras. Si cada medida se somete a votación separada, las tres serán derrotadas por dos votos contra uno; pero si se integran en un único paquete y sólo se vota éste, será aprobado por unanimidad y proporcionará al grupo una utilidad neta conjunta de +45. Por eso, en muchas negociaciones internacionales -como la Organización Mundial del Comercio o el Consejo de la Unión Europea- se sigue el principio de que "nada está acordado hasta que todo esté acordado" o principio de "negociación integral" (single undertaking), de suerte que, en vez de intentar acuerdos parciales completos sobre los distintos asuntos, el éxito de la negociación se fía a un acuerdo final -alcanzado, a menudo, a altas horas de la madrugada- sobre un paquete global. Suárez acertó al someter a referéndum la Constitución como un paquete y evitar una votación separada sobre la Monarquía parlamentaria en España por un motivo crucial: la palabra monarquía es un término cargado de ambigüedad y resabios históricos que, difícil de ser entendido a cabalidad por los votantes, suscita sentimientos viscerales e irracionales que la hacen poco idónea para ser sometida a referéndum.En efecto, es difícil que la gente entienda que el Jefe del Estado en una Monarquía parlamentaria -es decir, el Rey- se parece más a un presidente de República que al Rey de la Monarquía histórica española, tanto absoluta (por ejemplo, Felipe V) como moderada (por ejemplo, Alfonso XIII). Yo sospecho que en tiempos de Alfonso XIII habría sido republicano, porque la Monarquía histórica -incluso en sus formas más moderadas- es una institución antidemocrática, en la que una figura no electa dirige los destinos del país. A ese carácter antidemocrático se añaden otros aderezos tradicionales que hacían la institución aún más rechazable, como su estrecha vinculación con la Iglesia Católica -algo criticable para quienes sostenemos que un Estado moderno democrático tiene que ser laico, sin vestigios teocráticos-; o con instituciones y costumbres contrarias al principio de igualdad entre ciudadanos (como los matrimonios entre personas de sangre real, los títulos nobiliarios o la preferencia en la sucesión de los hombres sobre las mujeres).Aprobada la Constitución, las limitadas funciones del Rey convivieron con una repugnante concepción mística y sacral de la Monarquía que, heredera de la Monarquía histórica, aceptada por políticos y medios de comunicación, dejó al Jefe de Estado y a su familia -pomposamente bautizada como "Familia Real", en vez de "familia del Rey"- al socaire de cualquier crítica. Por desgracia, esa ausencia de mecanismos de alerta y control facilitó, en los años de dinero fácil y de descontrol del gasto público que siguieron a la entrada en el euro y a la burbuja inmobiliaria, una relajación de costumbres que desembocó en las conductas que han provocado la imputación penal de Iñaki Urdangarín y de la Infanta Cristina. En realidad, en una Monarquía parlamentaria como la que consagró la Constitución de 1978, el Rey es un funcionario del Estado de alto rango al que la Constitución encomienda la función de mediador o árbitro de los grandes conflictos políticos entre sus instituciones. Así pues, la España de hoy puede describirse tanto como una Monarquía parlamentaria como una República coronada porque ambas expresiones tienen el mismo contenido sustancial.En un mundo ideal, el cargo debiera ser electivo -como en las Repúblicas-, pero en el mundo imperfecto en que vivimos resulta sensato que la persona encargada de "arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones políticas" -como dice el artículo 56 de la Constitución- sea independiente de los partidos políticos; y la forma más práctica de conseguir ese objetivo y de que el candidato esté bien preparado para esa función es que el cargo sea hereditario y, en consecuencia, ajeno a la contienda política.El puesto es, en principio, vitalicio, pero éste no es un rasgo esencial, porque el Rey puede abdicar -como hizo Don Juan Carlos- y, además, nada impediría que una norma obligara a los Reyes a renunciar a su cargo a cierta edad (por ejemplo, 80 o 90 años).El Rey en la Constitución española es una figura tan distinta a la de la Monarquía histórica que por eso me pareció un error que Don Felipe adoptara como nombre el de Felipe VI, pues ese numeral confunde a la opinión pública y sugiere una falsa continuidad entre la (antidemocrática) Monarquía histórica y la (elogiable) Monarquía parlamentaria. Creo que la Monarquía parlamentaria que consagró la Constitución fue una idea brillante, que puede suscitar el apoyo de una inmensa mayoría de demócratas. Ese apoyo será tanto mayor cuando menos la entronquemos con la histórica. No contrapongamos Monarquía y República, ni confundamos a quienes, con razón, son contrarios a la Monarquía histórica y, como cualquier demócrata, tienen espontáneas tendencias republicanas.Por eso, yo a nuestro Rey le seguiré llamando siempre Don Felipe, a secas.Manuel Conthe es ex presidente de la CNMV y presidente del Consejo Asesor de Expansión y Actualidad Económica.


Una Cierta Mirada
IGNACIO VARELA
Siete historias sobre la Constitución: no todo fue como se cuenta

Hay una serie de episodios históricos en torno a la Constitución aprobada en 1978 que se suelen dar como ciertos cuando en realidad no se desarrollaron exactamente así
El rey Juan Carlos I sanciona la Constitución de 1978. (Casa Real)

07.12.2016 – 05:00 H.
En esta conmemoración del referéndum constitucional, me ha dado por recordar algunos episodios que entonces ocurrieron y que desmienten tópicos ampliamente tomados como verdaderos. Les dejo siete de esas pequeñas y curiosas porciones de historia:

1. Sobre las Cortes Constituyentes. En contra de lo que se cree, las elecciones de 1977 no se convocaron para elegir unas Cortes Constituyentes. Ni tal cosa figuró en el decreto de convocatoria ni Adolfo Suárez tuvo el propósito de darles ese carácter -al menos, de forma inmediata-. Él pensaba más bien en un período transitorio en el que la Ley de Reforma Política funcionaría como marco constitucional de hecho. Esa Ley contempla la posibilidad futura de una “reforma constitucional”, pero no la de abrir un proceso constituyente partiendo de cero.
PABLO GABILONDO
En comparación con otros años, también han sido pocos los presidentes autonómicos que han acudido al mismo, ya que además de Cristina Cifuentes tan solo se han desplazado cinco
Lo que desbordó las previsiones fue que UCD no obtuvo, como esperaba, la mayoría absoluta en el Parlamento. El partido del Gobierno se vio en minoría y la oposición exigió que se formara ya una ponencia para redactar una nueva Constitución. Suárez comprendió que era inútil resistirse, y así unas Cortes inicialmente ordinarias se autoproclamaron constituyentes de facto.
2. Sobre los padres de la Constitución. Ha quedado para la historia que los padres de la Constitución fueron aquellos siete diputados a los que se encargó el proyecto. Pero se aproxima más a la verdad decir que la Constitución tuvo además dos comadronas sin las que la criatura no habría visto la luz.
La ponencia se atascó varias veces; incluso un día saltó por los aires, porque los socialistas tenían la fundada sensación de que la mayoría de UCD y AP iba escorando el texto hacia la derecha, y el ponente del PSOE abandonó la ponencia.
Entonces aparecieron las comadronas: Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra. En una sola noche, en el reservado de un restaurante, desatascaron de golpe 25 artículos clave. A partir de aquel día, tutelaron el proceso: cada vez que la ponencia se atoraba, ellos hablaban y resolvían el problema. Un ingeniero agrónomo y un licenciado en Filosofía y Letras, cargados de buen sentido político, arreglaban los enredos que los juristas eran incapaces de solucionar. España estará siempre en deuda con ambos.
3. Sobre la Monarquía. Ha quedado fijada la idea de que en la transición nunca se votó sobre república o monarquía, y que esta se impuso sin discusión como una herencia obligada del franquismo.
No es exacto. Es cierto que existía el consenso implícito de no hacer de eso una cuestión radicalmente divisiva, y de dar a la monarquía una oportunidad de convivir con la democracia. Pero el PSOE decidió que, aunque fuera simbólicamente, las Cortes Constituyentes debían pronunciarse sobre ello: sólo así la monarquía quedaría blanqueada en cuanto a su legitimidad de origen.
Por eso los socialistas presentaron en la Comisión Constitucional un voto particular a favor de la República y forzaron que se votara. Lo defendió Luis Gómez Llorente con un discurso magnífico que recomiendo a todos los amantes de la buena oratoria. Y lo justificó precisamente así:
No se trata de aceptar la Monarquía meramente como una cuestión de hecho. Sería incompatible con la soberanía que por delegación del pueblo ostentan las Cortes Constituyentes que ninguna institución se hurtara a sus facultades.
Los socialistas presentaron en la Comisión Constitucional un voto particular a favor de la República y forzaron que se votara
Es más: tras perder su voto particular, en la votación del texto definitivo el PSOE reclamó que el apartado 3 del artículo 1 (“La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”) se votara separadamente, y se abstuvo en ese punto. Por cierto, los comunistas votaron siempre a favor a de la monarquía.
4. Sobre naciones y nacionalidades. Esta controversia de España como nación de naciones no es de ahora. De hecho, consumió buena parte del debate constitucional. Hay un intercambio memorable entre Manuel Fraga y Txiki Benegas en el que ya se manifestaron con toda claridad las dos posiciones que hoy perviven: Fraga se mostró resueltamente opuesto a la idea de un Estado plurinacional, y Benegas dejó claro que la unidad de la nación española es compatible con la existencia en su seno de otras realidades nacionales; y sobre todo, que “nacionalidad” y “nación” son sinónimos que describen exactamente la misma cosa (en este sentido, me temo que desde entonces algunos dirigentes del PSOE han dado varios pasos atrás).
5. ¿El PP votó contra la Constitución? Eso cuenta la leyenda, pero tampoco es exacto. En la votación parlamentaria, el grupo de Alianza Popular se dividió: 8 diputados (entre ellos, Fraga) votaron a favor, 5 en contra y 3 se abstuvieron. Pero en el referéndum del 6-D Alianza Popular pidió oficialmente el voto afirmativo a la Constitución, aunque ello le costó una escisión.
El ex presidente del Gobierno Felipe González (i) junto al difunto Manuel Fraga. (EFE)
6. El PNV y la unidad de España. Tampoco es cierto que el PNV se opusiera a la Constitución. Hasta el último minuto estuvo a punto de apoyarla; y finalmente se abstuvo por una discrepancia interpretativa sobre la disposición adicional que reconoce los derechos forales. Pero en la sesión del 31 de octubre que aprobó el texto definitivo, Xabier Arzalluz dejó esta frase para la historia:
“Ha quedado claro que los diputados y senadores del PNV no han puesto en cuestión la unidad del Estado. Hemos defendido una concepción del Estado más ajustada a la formación del Reino de España y a su realidad histórica”.
7. Los catalanes y la Constitución. Quizá a algunos les sorprenda hoy saber que la Constitución tuvo el respaldo masivo de los catalanes. No sólo los nacionalistas la apoyaron en el Parlamento; en el referéndum fue una de las tres Comunidades que sobrepasaron el 90% de votos positivos. Curiosamente, la Constitución Española tuvo más apoyo en Cataluña (91,1%) que en Madrid (86,8%). Cosas que pasan…

Independentistas dicen que 350 consistorios no han celebrado el Día de la Constitución
AGENCIAS
"A pesar del cambio de delegado del Gobierno, la acción de denuncia que hacemos hoy está especialmente seguida por el Estado, para poder abrir un nuevo frente judicial", han asegurado
Una última apenada reflexión: la fiesta nacional de Italia es el 2 de junio. Ese día se conmemora el referéndum que en 1946 aprobó la Constitución de la democracia tras una larga dictadura y una guerra terrible. No se recuerda que un dirigente político nacional se haya ausentado jamás de esa celebración. Porque todos comprenden que no se expresa la adhesión a un texto, sino que se evoca el hecho histórico de la conquista de la libertad. Algo malo nos pasa aquí, si algunos aún no lo han entendido.

¿Cuántas monarquías hay en el mundo y cuánto poder tienen? Hay monarcas que gobiernan, otros que tienen algo de influencia, y varios ...